Manuel Parra Celaya. Todos conservamos en nuestro imaginario literario el recuerdo de auténticos villanos, malos donde os hubiera, que nos cayeron simpáticos; y ello no por esa tendencia postmoderna de desmitificar, de poner a caldo a antiguos héroes del celuloide y reivindicar figuras de perfil más bien siniestro, lo cual es una manera sutil de predicar el relativismo moral, tan caro a nuestros ideólogos progres. Me estoy refiriendo a villanos de ficción, representantes de todos los vicios y defectos humanos, que siempre terminaban perdiendo, claro.
El novelista nos los presentaba no como modelos, pero sí como espléndidos arquetipos de hombres, que ponían su inteligencia privilegiada al servicio del mal en lugar de hacer elegido el buen camino. Recuerdo, por ejemplo, al pirata John Silver, de “La isla del tesoro”, cuyas maldades y crímenes no podían evitar que lo convirtiéramos en el verdadero protagonista del libro; también a Rastapopoulus, el eterno antagonista de Tintín, menos aventurero que el anterior pero igualmente perverso; acaso los lectores de Ágata Christie recuerden, asimismo, al aristócrata británico Sir Eustace Pedler, dotado de los exquisitos modales heredados de la era victoriana y del sentido del humor inteligente -tan distinto al de las zafias series televisivas actuales, por cierto- y, al tiempo, cerebro de una red criminal.
Pues, a pesar de lo que dicen, existe un tremendo abismo entre la ficción y la realidad: no he conseguido que ninguno de los imputados en los innumerables affaires de corrupción me caiga moderadamente simpático; todos ellos me parecen absolutamente despreciables, cínicos en sus intervenciones ante los periodistas, vulgares en su presencia y maneras, sin ninguno de los atributos que adornaban a los villanos que he mencionado, que servían no para atenuante pero sí para la comprensión y la proximidad del lector.
Ni siquiera cabe el consuelo de considerar a nuestros corruptos como bandidos de leyenda, al modo de Diego Corrientes, Curro Jiménez o El Pernales, quienes –según el mito romántico- fueron arrastrados por las circunstancias y decían robar a los ricos para dárselo a los pobres. En este caso, el de los chorizos del Sistema, al revés: roban a toda una sociedad esquilmada, pero tonta, para enriquecer sus propios bolsillos democráticos.
Me han contado un chiste de actualidad: resulta que Ratzinger le pide a Dios acabar sus días en España y no en Roma; cuando la voz del Señor –al modo del Cristo de Don Camilo- le pregunta la causa, el actual Papa emérito responde: “Para morir como Tú, con ladrones a la izquierda y a la derecha”. Muy certero, porque aquí parece no salvarse nadie y no depende de la supuesta ideología el grado de honradez, sino, todo lo más, de la dosis de impunidad que le hayan otorgado o se haya imaginado el susodicho, que, según la observación imparcial, suele ser generosa. El hecha la ley, hecha la trampa tiene plena vigencia, y no extraño que, entre demoras, dilaciones y recursos, los supuestos culpables se encuentren, ¡oh, maravilla!, con que su delito ha prescrito o que, por extrañas maniobras –cuyo alcance es incapaz de adivinar el que suscribe, que no tiene nada d jurista- salgan de rositas. Ese fenómeno suele darse mucho en mi Cataluña, como se está comprobando a diario entre el frenético agitar de esteladas separatistas.
Como otra veces he dicho, no creo que la corrupción de los políticos obedezca a una razón exclusiva de pertenencia a una casta privilegiada; en primer lugar, porque son del mismo palo que el resto de la sociedad que los ha encumbrado a sus puestos de (teórica) responsabilidad; en segundo lugar, porque su modus operandi puede ser diferente al del resto, pero su leit motiv s el mismo que guía a casi todos los miembros de esta sociedad, de este pueblo, capaz de defraudar a Hacienda, de pagar o cobrar en negro, de vivir del cuento, de estafar al prójimo y de reclamar, a la vez, sus derechos.
El fondo de la cuestión lo podemos hallar en dos factores: el primero es que estoy plenamente convencido de que la crisis moral antecede en el tiempo a la crisis económica, y, sobre ella –como muy bien decía Juan Manuel de Prada en un reciente artículo- se advierte la ausencia de valores religiosos como motivo profundo; segundo, porque las actitudes de afán de lucro y enriquecimiento propio a costa del vecino son connaturales a la mentalidad capitalista; porque el capitalismo, más que un sistema económico, es toda una cosmovisión, cuyo origen histórico, ideológico y teológico ya detectó Max Weber.
Vayan, pues, mis simpatías por el pirata desalmado o por el cerebro de una red de delincuentes, dotado el primero de vitalidad envidiable y de una envidiable educación inglesa el segundo, pero nunca por el corrupto democrático, elegido por una sociedad que permite que su nombre figure en cerradas listas de cerrados partidos políticos y, tras las bambalinas, por el propio Sistema, cuya sustitución por otro más justo cada día estoy más convencido que es una alta tarea moral.