¿Eurovisión, exhibición técnica o concurso reivindicativo homosexual?
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Miguel Massanet Bosch. En cualquier caso me queda la duda, la inquietud y la curiosidad por saber hasta cuando la TV española va a insistir en acudir a un festival, el de Eurovisión. Ya van 58 desde que, el que fue el sucesor del famoso Festival de San Remo, el Festival de Eurovisión se inauguró en mayo de 1.956, con la presencia de sólo siete naciones. El que ayer tuvo lugar contó con representantes de 26 naciones y podemos decir que cualquier parecido con aquella primera edición del Festival, sería mera coincidencia. No me pregunten el por qué, ni me juzguen por haber tenido la paciencia, el masoquismo o la paranoia de haberlos seguido casi todos aún cuando, cada año, una vez lo he presenciado, me hago la firme promesa de no volver a reincidir. Lo que sucede es que, como en tantas otras cosas de la vida, a veces se inicia cualquier actividad con un propósito determinado y luego, cuando el tiempo transcurre, la sociedad, esta sociedad cambiante, materialista, laicizada y relativista, que se ha olvidado de los valores que heredamos de nuestros ancestros y ha optado por el libertinaje, entendido tanto desde el punto de vista de la ideología, de las costumbres y de la convivencia social, de modo que todo está permitido, no existen frenos morales algunos y se admiten como cosas naturales, tolerables e incluso aceptables, determinadas prácticas y conductas que, en otros tiempos o en otros países, serían objeto de reprobación, máxime, cuando se hace de ellas motivo de exhibición, ostentación o propaganda, situándolas al nivel, sino en un plano superior, a lo natural, lógico y tradicionalmente correcto. Un festival más en el que lo que se ha demostrado es que, las naciones a las que les corresponde organizar el Festival de Eurovisión, se ocupan más del aspecto técnico, visual, colorista y propagandístico que, estrictamente, de la calidad de las canciones, la ecuanimidad de los jurados de los distintos países y la comprobación de que, los votos emitidos por los ciudadanos de cada país sea, en realidad, la que cada jurado trasmite. Como siempre, los que manejan los hilos detrás de las bambalinas en todos estos eventos son las productoras de discos, las agencias publicitarias y los que se ocupan de la distribución de los votos de modo que salgan beneficiados los países vecinos con los que se mantienen buenas relaciones, los que comparten idiomas parecidos o aquellos que interesa marginar, no por la calidad de su canción, sino por simples motivos políticos. La canción española, en esta ocasión, fue digna, no extraordinaria pero sí muy bien defendida por nuestra representante Ruth Lorenzo. Sin embargo, no hemos sido capaces de sustraernos a la, cada vez más corriente, táctica o truco como prefieran, de utilizar en lugar de la lengua vernácula de cada país, el idioma inglés, este comodín que les añade un plus de posibilidades de conseguir votos, debido a que las naciones que hablan inglés y lo entienden están cada vez más extendidas y, en consecuencia, la audiencia que comprende las canciones en el idioma de Shakespeare, son más que las que hablan ruso o finlandés. Sabemos que hubo una queja de la RAE al respeto pero, como siempre ocurre, el sentido común y la defensa de la lengua patria decaen ante los intereses materiales y publicitarios de aquellos que buscan el máximo éxito económico de cada evento. Unas palabras en español como entremés para luego cantar en inglés el resto de la canción, nos pareció una claudicación más a las que, por desgracia, en España nos vemos obligados a soportar como consecuencia de los nacionalismos excluyentes, que han hecho de la lucha contra el castellano, la bandera de sus reivindicaciones separatistas. Particularmente, la canción ganadora no me pareció la mejor de las que se presentaron y, sin duda no le hubiera dado el premio, independientemente de quien fuera que la hubiera cantado. Una balada cantada con gusto, pero a la que, sin duda, se le añadió morbo, perturbación, apoyo o incluso rechazo, por el simple hecho de que fuera cantada por una mujer barbuda; uno de esos casos en los que el sexo se encuentra cambiado y que, hoy en día, no sabemos todavía por qué motivo, constituye un mérito añadido a los ojos de una sociedad en la que, lo extravagante, prima sobre lo natural y lógico; quizá como una expresión más del inconformismo de mucha gente ante lo que, durante siglos, ha sido la forma natural de convivir en la sociedad. Tom Neuwirth o la persona en la que se ha transformado, Conchita Wurts, sabía perfectamente lo que se hacía, inteligentemente guiado/a por un equipo experto en aprovechar el impacto de una mujer barbuda, ante una audiencia predispuesta a apoyar todo lo que se sale de lo corriente, por muy extraño y raro que pudiere padecer. Es este espíritu que se ha apoderado de la sociedad que parece sentirse obligada a compensar a aquellos que, por los motivos que fueren, han preferido ir en contra de la naturaleza; emprendiendo un camino que, para muchos, nos resulta inquietante ya que todavía no sabemos a qué tipo de desviación o brutalidad acabará por conducir a la humanidad. La presentación de esta, un tanto anoréxica cantante, estuvo estudiada al milímetro, en un intento de crear un cierto misticismo en torno a la mujer barbuda que, en determinados momentos de su actuación daba la sensación, un tanto blasfémica, de querer ser una burda imitación de la imagen de Cristo, o más bien, de un anticristo, en la que se conjugaba una barba cuidada combinada con un rostro angelical de ojos brillantes e inquietantes que, en conjunto, dotaba a la cantante de un aspecto turbador y reivindicativo a la vez; como si fuera un desafío a los poderes divinos por haber anatemizado la homosexualidad. Me imagino el impacto que esta presentación debió de suponer para el lobby gay que, con toda seguridad, se lanzaron a los teléfonos para conseguir que la canción de Conchita fuera la vencedora. En cualquier caso me queda la duda, la inquietud y la curiosidad por saber hasta cuando la TV española va a insistir en acudir a un festival, el de Eurovisión, que supone un importante dispendio, que cada vez se convierte más en una simple exposición de casas editoriales de discos y de intereses creados en torno a un conjunto de canciones a las que interesa promocionar para conseguir convertirlas en grandes ventas, que les permitan alcanzar, a veces con creces, sus objetivos económicos. España, señores, lleva 46 años acudiendo puntualmente al festival sin que en ninguno de ellos consiguiera repetir la hazaña del “La, la, la”, de la inolvidable Massiel. Un ente público, del que se dice que le cuesta cada año al Estado cien millones de euros, no debiera insistir en aventuras que, en definitiva, no nos reportan nada más que gastos y disgustos. No entendemos que se siga golpeando contra el espolón, cuando es evidente que, ni cantando en inglés, conseguimos comernos una rosca. Aunque es evidente que, nuestro ente público, no parece acertar en sus programas por los que, seguramente paga muchos millones y, al fin y a la postre, ninguno de ellos pasa de ser una medianía, algo que debería preocupar al Consejo de Radio y Televisión que, según tenemos entendido, debería ser el encargado de poner remedio a tal situación. Un año más, este con sorpresa, del famoso Festival de Eurovisión. Un año más que pasa sin pena ni gloria y, un año más, en que aquellos que pensaron que España se traería el premio se han quedado decepcionados. En todo caso pecata minuta si lo queremos comparar con el galimatías de la campaña de las elecciones Europeas. O así es como, desde la óptica del ciudadanos de a pie, contemplamos un festival en el que las barbas salen ganando.