¿PRESAGIOS CONSTITUYENTES?
MANUEL PARRA CELAYA. Parece que, de nuevo, está abierto -in péctore- un período constituyente. Alguien lo ha dicho así, con la boca grande, a raíz de la aprobación de los PGE; otros lo sostienen, sin ambages, desde los sillones del banco azul, mientras sus compañeros de colación lo niegan con la boca pequeña; oficialmente, poder y oposición sostienen la vigencia de la Constitución del 78, pero se lanzan mutuamente dardos envenenados que ponen en duda la lealtad constitucional del adversario.
Nos apresuramos a decir que lo realmente peligroso es que este escoramiento del mundillo político, a favor o en contra de abrir un nuevo debate constituyente llegue a corresponderse con un escoramiento de la España vital, en el que se pongan en tela de juicio, ya no las instituciones, sino la propia nación, que fundamenta aquellas sobre el papel.
Nuestra historia constitucional es amplia y farragosa; si la memoria no me falla, llevamos once textos a cuestas, desde la de Bayona, en 1808, a la actual, promulgada en 1978, ciento treinta años después. Las ha habido de todos los colores, orientaciones y tendencias, de vigencia más o menos larga, salpicadas, además, de numerosas reformas, precisiones o leyes ad hoc que las modificaban o, sencillamente, las contradecían en sus supuestas bondades o defectos.
Las hubo también non natas (como la de la I República, que provocó el caos nacional antes de que su Constitución se promulgase oficialmente), otorgadas graciosamente, pactadas, muertas o resucitadas, cerradas y abiertas; algunas apenas vieron la luz y otras languidecieron como papel mojado; alguna fue impuesta directamente, como la primera, y nadie le hizo repajolero caso, y otras hábilmente sugeridas (y no me hagan entrar en detalles ni señalar con el dedo); casi todas fueron precedidas de un período constituyente, con elecciones de este jaez, excepto la actual, que -recordémoslo- fue aprobada por un Parlamento sin esta condición legal. En fin, las hemos tenido de todo pelaje y condición.
En la confusión actual, si vivimos o no un período constituyente o preconstituyente, sábelo Dios. Lo grave es que, si es así, viene propiciado por sectores ideológicos cuya desafección a España -y no solo a una Ley de Leyes- es reconocido y patente: los nacionalismos separatistas y un populismo de izquierdas, aliado de un PSOE que se dejó en el camino las tres últimas letras de sus siglas, para quedarse lamentablemente solo con la primera.
La situación es comparable, imagínense ustedes, a la de unos cuantos aficionados que desean formar una asociación ajedrecista, pero, entre los socios fundadores, surgen varios que declaran odiar este juego de inteligencia y otros que desean cambiar las reglas para que las torres o los alfiles den jaque mate con movimientos distintos a los establecidos. El caos está servido en bandeja.
Una Constitución -lo he repetido en ocasiones- es como un traje que se hace a medida para un cuerpo nacional; si queda ajado por el uso, estrecho o demasiado holgado, se acude de nuevo al sastre -léanse, expertos constitucionalistas en el exacto sentido de la palabra- para cortar uno nuevo; pero de ningún modo se asesina al cliente o se le arroja de la sastrería con malos modos.
Por otra parte, y dada la prioridad de lo nacional sobre lo jurídico, no existe ese jaleado patriotismo constitucional -diga lo que diga la Escuela de Frankfurt y sus valedores en España-, pues el valor de una identificación con la patria es previo a cualquier redactado constitucional, que se elabora en teoría en función de ese valor, nunca al revés. Por ello, en la actual Constitución vigente, ya se dice que este se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles; pero, entre los numerosos deslices de los padres redactores, consta a continuación el término envenenado de nacionalidades, y de aquellos polvos vinieron estos lodos…
Decía el otro día Sartorius que es un riesgo dividir la sociedad entre constitucionalistas y no constitucionalistas, porque lo que debe hacer es acatar la ley y no hacer banderías de ella; en principio estamos de acuerdo: las leyes están ahí para cumplirlas, aunque se proponga su reforma. Pero esa división ha sido lanzada precisamente por quienes ocultaban la verdadera distancia que existía entre quienes se consideraban españoles y quienes se negaban a serlo; en un hábil juego de manos, se sustituían los conceptos verdaderos -patriotas y separatistas- por los oficiales -constitucionalistas e independentistas-.Ahora, los que rechazan rotundamente a España forman, paradójicamente, el frente constituyente. Que más quisiéramos que fuera un verdadero patriotismo el motor de cualquier cambio constitucional…
Quizás sea el momento de traer al presente aquellas palabras de un valiente periodista que, al filo de 1977, cuando se estaba elaborando -magnis itinéribus- la actual Constitución, se atrevió a decir: Con la Constitución hagan lo que quieran. Con España, no; porque, de alguna manera, España no pertenece a la colación triunfante o a la colación derrotada.