…hecha la trampa, dice un viejo adagio de uso extendido entre picapleitos, tramposos y, claro está, entre políticos (y perdonen la redundancia). Quiere decir que, para el avispado, siempre hay un subterfugio legal al que agarrarse, contenido en algún párrafo que el legislador incluyó en su día por error u omisión, y que fue aprobado por el Poder Legislativo en un momento en que Sus Señorías dormitaban más de lo habitual o se mostraban proclives, intencionadamente, al apaño.
Lo más grave y preocupante es cuando se da el caso de que el dicho puede aplicarse a la Ley de Leyes, es decir, a la Constitución, que debe ser el referente obligado para no caer en lo que antiguamente se llamaba contrafuero. Traducido en román paladino: cuando en el texto que organiza jurídica y políticamente una Nación pueden encerrarse gatuperios de tamaño natural; ahora nos explicamos las razones por las que Torcuato Fernández-Miranda se negó a estampar su firma en 1978.
Manuel Parra Celaya. Quedó en pura teoría aquello de que la política es una gran tarea de edificación. Por el contrario, en la práctica diaria en España, se nos aparece como una miserable tarea de aniquilamiento o cancelación del adversario, y a este fin malévolo se supeditan todos los medios, ya no solo los que consideraríamos lícitos desde un punto de vista jurídico o ético, sino los ilícitos, siempre que estén edulcorados con subterfugios legales o por la simple desvergüenza de quienes los utilizan.
Las primeras páginas de los periódicos o las cabeceras de los telediarios van dedicadas, de forma indefectible y preferente, a constantes y sucesivos escándalos, que tienen como escenario previsto los tribunales de justicia; superan estos en importancia, en su previsible ejercicio, a gobiernos, ministerios o parlamentos, que serían las instancias normales donde se trabajase por las necesidades reales de la población. ¿He dicho trabajar?
Manuel Parra Celaya. Mientras el legionario Benavides de Luis del Río y aquel miliciano de García Pavón se turnan -hermanados y depuestos sus fusiles- para hacer guardia de honor en el Belén Celestial ante el Protagonista de la Navidad, Jesús, el Hijo de Dios, contemplo, en esta tierra, mi Pesebre familiar, engalanado con corcho, con musgo y con un molino que gira y con una fuente y un río cuyas aguas fluyen permanentemente. Me congratulo de que los hogares de mis amigos y numerosos escaparates comerciales han hecho un corte de mangas a la corrección política laicista y también lucen Pesebres, aunque sin tantos ornamentos, que, en mi caso, quedaban reservados a mis hijos y nietos.
Pasó la Nochebuena, esa que viene y se va según el popular villancico, pasó el día grande de la Navidad, pero quedan aún fiestas que celebrar en días próximos, especialmente la de los Magos de Oriente con la ilusión de sus regalos a pequeños y a mayores; en tono menor, la despedida del año viejo y el primero de enero, que, además, es el santo de un servidor; no hablo de las inocentadas tradicionales del 28 de diciembre, pues en nuestro tiempo han perdido su vigencia, ya que todos los días nos informan los medios de nuevas -y graves- inocentadas que propicia la clase política.
Manuel Parra Celaya. No podemos evitar que la Navidad nos ponga tiernos y sensibles, y esto nos sucede a todos, incluso a aquellos que tratan de ocultarlo tras un caparazón de escepticismo e incluso de descreimiento; pero los creyentes tenemos el plus de acercarnos al Misterio de la Encarnación y de la Redención a través del Niño de Belén, y los algo más avezados intentamos profundizar en todo ello a través, por ejemplo del prólogo del Evangelio de Juan. De todas formas, la ternura que invade estas fechas sobrepasa fronteras y creencias concretas, y los seres humanos no podemos menos que emocionarnos, sea por los recuerdos, sea por compartir el relato del nacimiento de un Niño en un pobre pesebre de una oscura localidad palestina.
El arte y la literatura, en todas sus formas y como reflejos sociales, se han hecho siempre eco de ese acontecimiento de rango universal; los villancicos populares, la poesía y la narrativa, el cine y el teatro, reflejan manifestaciones de lo que llamamos el sentir navideño y, quien más, quien menos, de una u otra forma, gustan de hacer un paréntesis, aunque sea por un momento, en la cruda realidad y en la bazofia de nuestra época para degustar unos instantes de alegría compartida.
Manuel Parra Celaya. Escribo este artículo coincidiendo con una fecha histórica que me resisto a dejar silenciada por mucho que incomode a los poderes establecidos: 20 de noviembre. Por supuesto, lo hago sin acudir a rememoraciones nostálgicas ni con apriorismo partidista alguno, como podrán comprobar los lectores. Quizás por una pura casualidad, en este día se conmemora la muerte de tres españoles, muy dispares entre sí en ideas, como igualmente son totalmente distintas las circunstancias de sus fallecimientos: José Buenaventura Durruti, José Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco. No busquemos paralelismos, sino juicios históricos desapasionados, pero atinados en su fundamento.
Manuel Parra Celaya. Así reza una expresión popular, creo que de origen norteamericano, en alusión a que todas las familias guardan secretos casi inconfesables, que tratan de que permanezcan ocultos incluso a lo largo de las generaciones; este ha sido el tema recurrente de novelas y películas, pero parece que de nuevo la realidad supera a la ficción.
Podemos ampliar su aplicación, y aventurar que igual sucede con todos los grupos humanos, estén o no unidos por lazos de sangre: los partidos políticos, las naciones y no digamos de los bandos en guerra abierta. No se escapan de esta aseveración todas y cada una de las confesiones religiosas (¡y, por favor, no solo la Iglesia Católica!) que, o bien llevaron sus creencias a fanatismos, o cometieron atrocidades sin cuento; es sintomático el ejemplo de los sacrificios humanos en un pasado más bien remoto, como el caso de la religión azteca, a las que puso fin la espada de Cortés y que el señor López Obrador y su heredera se empeñan en silenciar. Claro que hay que tener en cuenta la mentalidad de esos tiempos, el contexto sociocultural en que se produjeron, es decir, la circunstancia, y es absurdo mirar el pasado con las gafas del presente.
Manuel Parra Celaya. Los medios no adictos coinciden en su denuncia de la nueva blasfemia televisada, que, con motivo de la celebración del Año Nuevo perpetró la cadena oficial, esa que sufragamos entre todos los contribuyentes. Ya no se trata de simple propaganda woke -que podría deducirse por añadidura-ni de resabios sectarios como los que presidieron las imágenes de la inauguración de los Juegos Olímpicos de París, sino de una burla frontal en contra del Cristianismo, precisamente en unos momentos en que el Papa ha encarecido la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Y, por cierto, no hemos leído aún ninguna protesta procedente del Vaticano; solo un ciceroniano y valiente quousque tandem abutere…de un obispo español.
Manuel Parra Celaya. Algunas localidades españolas no instalarán en sus plazas el tradicional Pesebre navideño; todo lo más, engalanarán calles con luces y otros adornos, siempre procurando que entre ellos no se contengan símbolos específicamente cristianos y, por tanto, sirvan, en su neutralidad, para un roto y para un descosido, como fiestas mayores (sin precisa advocación en el santoral), homenajes a un equipo de fútbol, ferias y otros eventos.
En el mejor de los casos, se acudirá, con mesura, a alegorías de importación globalizada, como papanoeles o renos volantes; eso sí, cajas de regalos y los lazos que las circundan mantendrán la siempre ávida ilusión infantil para no desdecir de esa “magia” con la que -como decía en el artículo anterior- se sustituye el Milagro del Nacimiento del Hijo de Dios; a poco que nos fijemos, esa decoración suele estar preñada de una cursilería que levanta ampollas desde una perspectiva puramente estética.
Manuel Parra Celaya. El Ayuntamiento de Barcelona ha engalanado las farolas de la ciudad con carteles de una campaña “en contra del racismo” y a favor de la “diversidad”; las consignas municipales son pegadizas y pretenden sin duda reeducar y reconvertir al ciudadano, si es que se da la circunstancia de que este transpira discriminación y segregacionismo por todos los poros de su cuerpo. Por supuesto, no se trata de una iniciativa exclusivamente local, sino que forma parte de un mensaje institucional del Estado, que se propone, beatíficamente, curarnos a los españoles de un supuesto racismo extendido por todos los puntos cardinales de la Península, islas y ciudades más allá del Estrecho.
Manuel Parra Celaya. Este artículo de hoy puede considerarse una prolongación del de la semana pasada (recuerden: “Señalar con el dedo”), pero con más carga de indignación, si cabe, de su autor. En efecto, una cosa es saber de antemano que el adversario te va a dispensar constantemente todos aquellos calificativos que puedan desprestigiarte socialmente, y otra es asumir con gusto esta estrategia y darle publicidad gratuita; este hacer el juego al otro, que sabemos fullero y mentiroso, puede calificarse de verdadero masoquismo ideológico. Tengo como claro ejemplo de ello el titular de una crónica de ABC (11-XI-24) del corresponsal e Washington, La interpretación es diáfana: drogarse y abortar es de izquierdas, esto es, progresista; lo contrario es de derechas. La interpretación es diáfana: drogarse y abortar es de izquierdas, esto es, progresista; lo contrario es de derechas, y aquí pueden añadir los lectores todo el repertorio de términos peyorativos que un servidor citaba en el artículo que di a la estampa la semana anterior, incluyendo los de cavernícola y retrógrado, que se me quedaron en el tintero.