LETRAS ESCARLATAS
Manuel Parra Celaya. No sé en qué habrá acabado el tema, pues la noticia es de hace unos días y, francamente, no he sido capaz de perseguirla ni en prensa ni en redes sociales: dos juzgados de Bilbao habían marcado con unas pegatinas a unos presuntos (y recalco el término, de tanto uso actualmente, incluso ante delitos flagrantes) acusados de violencia machista. Ahí me quedé, y pido disculpas a los lectores por si se trataba de una fake news o, de ser cierta la información, se enmendó a tiempo la medida supuestamente cautelar de esos juzgados.
En todo caso, quede como anécdota, pero lo suficientemente significativa para reflexionar sobre la actual cultura de la cancelación (“cancel culture”, en el inglés original de los EE.UU., de donde proviene el wokismo), sus exigencias y sus medidas inquisitoriales; ya está implantado en casi toda Europa y, por supuesto, en España, que acostumbra a ser el laboratorio de pruebas.
La cancelación trata, primero, de demonizar a todos aquellos que, con el presunto por anticipado o sin él, son declarados adversarios de lo woke, y, a continuación, de denunciar, castigar o marginar a los infractores, medie o no actuación judicial alguna: basta con la mera sospecha, aireada por los medios o por las redes.
Por supuesto, que es execrable cualquier asomo de violencia machista -aunque yo la denominaría violencia doméstica, que es de más alcance y comprende, así, otros muchos casos que no acostumbran a salir en las cabeceras de los telediarios-; si los tribunales han comprobado el delito, debe aplicarse la pena que marquen las leyes, y los presuntos dejan de ser tales para convertirse en reos; pero si, por el contrario, las acusaciones resultan falsas (conozco algún caso), y el buen criterio de la Sala los declara inocentes, no hay por qué añadir un baldón social, ese que puede ir desde la pena de telediario hasta la ostentación de pegatinas, y, en el peor de los casos, a cierto ostracismo social.
En todo caso, la noticia de las pegatinas nos hace evocar hechos vergonzosos de la historia, en que una marca identificaba al acusado o perseguido; y no hace falta remontarse a los sambenitos inquisitoriales, pues, en épocas más recientes, el estigma acusador se ha empleado con asiduidad. Lean, por ejemplo, “La letra escarlata” (1850), de Nathaniel Hawthorne, novela en la que se denuncia que los puritanos de las trece colonias colocaban el signo delator y difamatorio, en ocasiones, a quienes vulneraban las normas sexuales; y no hace falta recordar, en el siglo pasado, las estrellas amarillas con las que el nacional-racismo alemán marcaba a los judíos.
Hoy en día, cualquier ciudadano puede ser marcado con un estigma, al modo de los abyectos símbolos mencionados. Basta con que se pronuncie públicamente o en una tertulia donde intervengan desconocidos con ideas contrarias a la ideología woke, que está casi elevada a la categoría de Pensamiento Oficial.
Los símbolos denigratorios pueden ser puramente verbales, haciendo uso de los tópicos al respecto: ultra (siempre con el añadido de derechista, pues ya sabemos que no existen los de izquierda…), fascista, o el aparentemente inocuo de conservador, pero que adopta toda su fiereza si se contrapone al sacrosanto de progresista; ni siquiera queda atrás el histórico y fantasmal de franquista, ese del que pretenden huir como de la peste los políticos de la Oposición…
Si las palabras no bastan, entran en liza las actuaciones y hechos cancelatorios, que pueden resultar demoledores en tanto afectan al pasado, al presente o al futuro del interfecto. Con respecto al pasado, tenemos suficientes muestras de figuras canceladas o descartadas de la historia, de la literatura, del arte o del espectáculo, cuando su currículum no se adapta a la exigencias del actual pensamiento woke; en lo referido al presente, se anulan contratos o se deja de mencionar simplemente en los candeleros de la fama a artistas non gratos por sus opiniones en público; en el futuro, se pueden yugular de raíz prometedoras carreras universitarias o empleos brillantes de quienes no se adaptan a la adulación o son reos de declaraciones políticamente incorrectas en las entrevistas; las Universidades americanas pueden dar fe de estas actuaciones cancelatorias.
Los estigmas de la letra escarlata o de la estrella amarilla están a la orden del día; cada vez más, las esferas de la vida privada y de la libertad de expresión están más mediatizadas y constreñidas.
Propongámonos una terapia, que es cabalmente todo lo contrario al uso generalizado; rompamos el círculo vicioso y empecemos a decir las verdades del barquero, sean o no del agrado del universo woke; se puede empezar, como dijo la periodista Bani Weiss, con un simple “no”: “Si hemos llegado a este punto es por culpa de la cobardía. La forma de salir es con rebeldía. Decid no a la revolución woke”.
Entonces empezaremos -España, Europa y personalmente- a ser nosotros mismos.