UNA MIRADA HACIA LA HISTORIA (CON PERDÓN)
Manuel Parra Celaya. Escribo este artículo coincidiendo con una fecha histórica que me resisto a dejar silenciada por mucho que incomode a los poderes establecidos: 20 de noviembre. Por supuesto, lo hago sin acudir a rememoraciones nostálgicas ni con apriorismo partidista alguno, como podrán comprobar los lectores.
Quizás por una pura casualidad, en este día se conmemora la muerte de tres españoles, muy dispares entre sí en ideas, como igualmente son totalmente distintas las circunstancias de sus fallecimientos: José Buenaventura Durruti, José Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco. No busquemos paralelismos, sino juicios históricos desapasionados, pero atinados en su fundamento.
El primero de ellos, anarcosindicalista, murió en el frente de Madrid, a causa de una bala disparada desde su propio bando, y, según todos los indicios, no por casualidad ni por un error del tirador; el segundo fue fusilado en el patio de la prisión de Alicante, tras un juicio de cuya legalidad siguen dudando investigadores y juristas en nuestros días; el último de ellos, a los ochenta y tres años de edad, en la Ciudad Sanitaria de La Paz. Hay que destacar que, en los tres casos, se produjeron grandes manifestaciones populares, que actualmente son cuidadosamente borradas de los libros de historia por algo que llaman, eufemísticamente, memoria democrática.
Más que trazar ahora sucintas biografías, buscando coincidencias inexistentes, podríamos referirnos a los aspectos ideológicos de los tres personajes, sin filias y sin fobias, con el fin de situarlos ya no en su contexto histórico -bien conocido, pero, como decíamos, silenciado o tergiversado- sino en su posible relación con las circunstancias actuales, tan diferentes, por supuesto, de las que ellos vivieron.
Durruti es un genuino representante de una izquierda española, bronca y partidaria de la acción directa, en vocabulario ácrata; según la Real Academia de la Historia,, su apretada y convulsa biografía puede subdividirse en tres etapas: la del rebelde, la del militante y la del revolucionario; durante la guerra civil, se opuso tenazmente a la preponderancia comunista que se iba apoderando de su trinchera, lo que, según algunos, fue la causa de su muerte por un fuego -llamémoslo- amigo.
Franco, militar y Jefe del Estado español hasta su fallecimiento, por causas naturales, en 1975, fue el creador de aquella “dictadura constituyente y de desarrollo” (Carvajal, 1968) y su paso por la historia puede considerarse inspirada en la figura del cirujano de hierro costista; en todo caso, este articulista considera que una definición más clara es la de un estadista que, desde la derecha, llevó a cabo una política regeneracionista -no revolucionaria, por supuesto- y que, en consecuencia, modernizó una España atrasada, ayuna de revolución industrial. Enrique de Aguinaga, por su parte, lo define escuetamente de “General que, tras una guerra civil de tres años y una gobernación de treinta y seis, restauró la monarquía en la dinastía borbónica” (obra inédita: Prontuario del franquismo).
José Antonio Primo de Rivera, joven abogado, fue el fundador de Falange Española, que, en la línea de su maestro José Ortega y Gasset, pretendía ser un movimiento que, superando la división entre derechas e izquierdas, llevara a cabo en España una revolución nacionalsindicalista, esto es, con atribución a los sindicatos de tareas de participación y gestión en el Estado, desmontaje del sistema capitalista y fundamentando su planteamiento en un humanismo de base cristiana, en la que los partidos políticos fueran sustituidos por las entidades naturales de convivencia.
Si hacemos ahora un balance desde el presente, comprobaremos que los tres personajes históricos fracasaron en sus expectativas; Durruti, no tanto por la derrota de su bando en la contienda civil y su misteriosa muerte, como por la pérdida actual de protagonismo del movimiento obrero y, en concreto, del sindicalismo, ya no en su vertiente revolucionaria, sino simplemente reivindicativa y defensora de los derechos de los asalariados; Franco, no solo en cuanto supervivencia de aquellas Leyes Fundamentales, que inspiraron una suerte de Constitución abierta, sino por ni siquiera haber podido contemplar, desde su Eternidad, aquellas últimas mandas de su testamento: “No cejéis en alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombre de España” y “Mantened la unidad de las tierras de España”.
Y, finalmente, José Antonio Primo de Rivera, no solo porque se frustró la ocasión revolucionaria que precisaba España –“entre la saña de un lado y la antipatía del otro”- sino porque sigue siendo objeto de una tergiversación constante; y porque muchos españoles de a pie tememos que no se cumplan los últimos párrafos de su testamento: “Ojalá sea la mía la última sangre española que se vierta en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas cualidades entrañables, la patria, el pan y la justicia”.
No son hoy, por lo tanto, los espectros de estos personajes los que puedan intervenir en el presente y en el futuro de España; desgraciadamente, hay otros fantasmas, con nombre y apellidos en los medios, en los despachos y en las trastiendas, los que nos pueden quitar el sueño, los que no tienen reparo en mentir y distorsionar la historia, mediatizar la actualidad y comprometer el porvenir de nuestros descendientes.