Manuel Parra Celaya. El panorama internacional está cambiando a marchas forzadas y a él dirigen su mirada sorprendida todos los analistas, políticos y estadistas del mundo, que, más que apresurarse y mover ficha, contienen la respiración y la mantienen levantada sobre el tablero, preguntándose cuál puede y debe ser su jugada, ya de enroque, ya de ofensiva; como aquí carecemos de esa última especie de estadistas, nos conformaremos con observar a las otras dos, sin confiar mucho en su sagacidad.
La semana pasada les escribía sobre esa realidad maltrecha que se llama Europa, y les confiaba mis ensoñaciones sobre ella, reflejadas en aquella excelente Declaración de París; hoy miro más acá, me ausento de la geopolítica, de Trump, de Putin, de Zelenski , y me vuelvo a volcar en un problema interno español (aunque compartido con otras naciones de nuestra área); aquí lo llamamos la España vaciada, y hasta la fecha no ha habido quienes le pongan el cascabel al gato, aunque han abundado los debates, simposios, foros y paneles desde la España llena, a cual más inútil y verborreico.
Posiblemente, algunos lectores dirán que mis opiniones son disparatadas y alejadas de un puro realismo (más o menos como las que se referían a la Europa ideal en el artículo mencionado), pero las fui meditando sobre el terreno en varios recorridos por ese vacío amenazante que existe y se agrava día a día en una parte de nuestra Piel de Toro; y ya sabemos que la imaginación es -hoy por hoy- libre.
Centro mis ideas en dos palabras de sabor añejo: colonización y regeneración. Empiezo por la primera, a riesgo de ser mal interpretado y acusado de flagrante xenofobia: consiste en repoblar las tierras abandonadas con nuestra desbordante población inmigratoria, ofreciéndole la posibilidad de establecerse, vivir y trabajar allí donde casi nadie quiere hacerlo. Es una medida que imita aquella que llevó a cabo Carlos III, que fue mucho más que el rey alcalde, y que continuaron modesta pero sabiamente otros políticos, como Licinio de la Fuente, a quien glosé en un artículo anterior.
Por supuesto, esta colonización voluntaria debe ir acompañada de medidas regeneracionistas: creación de nuevas localidades, rehabilitación urgente de las existentes, viviendas sociales, dotaciones imprescindibles de todo tipo, servicios sanitarios bien remunerados, red de comunicaciones y transportes, acceso a la cultura, a la educación, a las nuevas tecnologías… Además, una imprescindible, restauración y revalorización de la economía primaria -agricultura, ganadería, bosques…-, y una reindustrialización derivada de todo ello (no creo que la UE, tan ocupada ahora, pusiera grandes pegas), con los centros de enseñanza profesional correspondientes. En este punto, el cooperativismo puede ser una fórmula adecuada, tanto en lo que se refiere a producción como a consumo.
Serían imprescindibles, por supuesto, las fuentes de financiación, a base de subsidios, microcréditos y creación ad hoc de cooperativas de crédito; además, seguro que se podían arañar importantes cantidades del dinero necesario si se recortaran las legiones de consejeros, expertos y demás cargos remunerados que pululan en las Administraciones local, autonómica y estatal. El municipio y la comarca deberían volver a ser ejes de gestión y participación, adelgazando sustancialmente la burocracia que hoy abruma al ciudadano.
Adivino el primer escollo: ello implicaría una profunda revisión del concepto de propiedad y posiblemente del de trabajo; ¿que ello resultaría revolucionario? No me importa admitirlo, pero seguro que los juristas encontrarían los resortes para esa tarea, que es imprescindible.
Al hablar de inmigración, quisiera matizar el término: me refiero a aquella que comparte con la población autóctona española unas creencias y valores culturales, a riesgo de crear nuevos guetos extraños a nuestras maneras de ser; estoy refiriéndome, claro está, al hispanoamericano y al europeo, sea comunitario o extracomunitario, pero no entraría en la propuesta, por supuesto, el deseo de incrementar una islamización de España, tan creciente y peligrosa en nuestros días.
Tampoco sería desatinado que, dado que estas poblaciones hispanas y europeas contribuyen generosamente a paliar nuestro grave déficit demográfico, junto a las escuelas e institutos se podría potenciar la existencia de movimientos juveniles de tiempo libre, y estoy pensando, por ejemplo, en la Organización Juvenil Española o en los Exploradores.
Y, para el mundo adulto, ¿no sería posible reinventar aquellos teleclubes que, tiempo atrás, suplieron la carencia de bares? Lo cierto es que, en esta España vaciada, solo van quedando, y precariamente, los locales para pensionistas, mientras que el resto de la población busca sus lugares de asueto en las ciudades grandes, más o menos distanciadas. También aquí sería necesaria una tarea de incentivación, pues la triste realidad es que muchos pueblos y aldeas ven cómo se echa la persiana del bar cuando los dueños se jubilan y sus hijos, en la capital a lo mejor con estudios, no quieren seguir el negocio paterno.
Ideas sueltas, ¿utópicas?, ¿revolucionarias? Puede ser, pero, como se dice en catalán, se debería poner hilo a la aguja…