Ada Colau y el 20 de Noviembre: Escupir a la historia
Manuel Parra Celaya. Paradójicamente, escupir hacia el pasado es la afición principal de los llamados progresistas, cuando, en buena lid, deberían estar más preocupados por el presente –injusto, absurdo y desnortado- que ellos han creado y por el futuro que se les escapa de las manos. En esta obsesión por el pasado coinciden, mira por dónde, con los ultraconservadores y añorantes, que “se nos han mostrado siempre interesados en demostrarnos que el Apóstol Santiago estuvo dando mandobles en la batalla de Clavijo” y “con esa preocupación obsesionante se desentendieron por completo de las angustias del pueblo español, de sus necesidades apremiantes, de su situación dolorosa”.
Ha pasado otro 20 de noviembre. Como de costumbre, los escupitajos a la historia han sido la tónica general, entre ellos, la brillante iniciativa progresista de doña Ana Colau, alcaldesa de Barcelona, ante el tema prioritario para la Ciudad Condal de personarse en la denuncia de los “crímenes del franquismo” contra Mussolini y Franco, por los bombardeos de aquella guerra civil que tuvo lugar hace setenta y nueve años. Dejando de lado a la señora Colau (con perdón por la descortesía), resulta que en el día 20 de noviembre tuvieron lugar las muertes de tres españoles de esos que figurarán, velis nolis, en los libros de historia, cosa que seguramente no ocurrirá con mi alcaldesa: José Antonio Primo de Rivera, Buenaventura Durruti y Francisco Franco.
El primero de ellos fue fusilado en Alicante tras un simulacro de juicio; el segundo murió en el frente de Madrid por una bala que partió de su propia trinchera; el tercero, falleció anciano, de muerte natural, en su cama, a pesar de los aspavientos y bravatas de sus teóricos oponentes, algunos de los cuales, por cierto, habían sido fervientes tiraboleiros del incensario en su honor mientras regía los destinos de España.
¿Figuras controvertidas? Sin duda alguna. Buenaventura Durruti, anarcosindicalista bronco, luchador incombustible, acaso salteador de bancos por mor de sus ideas, fanático de la redención de unos españoles de vida mísera y tercermundista, poco contemporizador con sus ocasionales aliados en la guerra civil (y, para más inri, con un hermano falangista fusilado en la otra zona).
Francisco Franco, caudillo militar, regeneracionista por aquello del “cirujano de hierro” que dijo Joaquín Costa, creador de un Régimen singular y personal durante cuarenta años; creador de la clase media, la que faltaba en España e hizo posible la transición pacífica; garante de la industrialización de una nación, antaño puramente rural y atrasada, hasta situarla en el noveno puesto del ranquin mundial; y restaurador de la Monarquía, que, sin su constancia, hubiera quedado reservada a las revistas del corazón de toda Europa.
Y de José Antonio Primo de Rivera (autor de la cita del primer párrafo), ¿qué puedo decir? Discípulo de Ortega y heredero de la rebeldía del “me duele España”, acaso soñador de que las “dos Españas” –las representadas por los otros personajes respectivamente, con todas las matizaciones que se quieran- pudieran armonizarse en una conjunción de Patria, Pan y Justicia, mediante uno de esos saltos históricos que él -¿visionario? ¿Irrealista? ¿Simplemente, joven?- llamó revolución nacionalsindicalista. En todo caso, en el punto de mira de los fusiles, había escrito “Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles”, y tras subyugar a tres generaciones, queda hoy como arquetipo de conducta y de testimonio de correspondencia entre el pensar, el decir y el vivir.
Y el morir en un 20 de noviembre. La historia quedó ahí, pese a los esfuerzos de los progresistas, cuyo mayor logro ha sido la mediocridad y la bajeza, la que se empeña en escupir sobre el pasado lejano, como si esos salivazos cargados de bilis y de ignorancia fueran el bálsamo de Fierabrás de un presente angustioso. Claro que escupir a la historia tiene parecidos efectos que escupir hacia el cielo: siempre vuelve a caer la inmundicia sobre el que, llevado por el odio, no ha sabido calcular bien la dirección de sus invectivas inútiles.