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Diario YA


 

Camino de Zinderneuf

Al otro lado de los Pirineos

Juan Carlos Blanco. Resulta incuestionable la labor llevada a cabo por parte de nuestro país vecino en multitud de asuntos, sin la cual no podría comprenderse la cultura occidental como la entendemos en la actualidad, su esfuerzo ímprobo y su constancia como salvaguarda de ciertos intereses que parecían despreciar algunas de las naciones situadas más cerca, a menor distancia, ocupadas en consideraciones que podrían parecer de primera necesidad y que se vuelven insustanciales si nos olvidamos de lo que en verdad nos sostiene. Y no podríamos comprender de ningún modo lo que somos y lo que fuimos y lo que podremos llegar a ser sin la observación minuciosa del legado cultural que transmiten las sucesivas generaciones y que encierra en gran medida nuestro código genético y la mezcla de nuestros anhelos y pesares que salpican los muchos siglos que nos observan.
 

  Máxime cuando nuestro propio país parece peleado siempre con la creatividad y con el trabajo incesante que nos ofrecen los hombres más aventajados de cada época, como si encontrara siempre una razón suficiente para subestimar lo que se arguye y se piensa dentro de los límites de nuestras fronteras, y no supiéramos reconocerlo en su justa medida. El desprecio con que fue tratado Cervantes por sus coetáneos cainitas y obtusos. El desamparo de Jovellanos al tratar de variar el rumbo de nuestra educación y de nuestra política y por ende la manera en que nos enfrentamos al mundo. Los muchos hombres de talento descomunal que tuvieron que hacer las maletas y buscarse una tierra nueva donde asentar los pasos, desheredados de su propia patria: Moratín, Machado, Goya, Sender, Julián Marías… Cada uno de ellos viéndose abocado a distanciarse de la tierra ingrata en que nació y que tendrá que abandonar siquiera durante un tiempo.
 

  La maldición de los más lúcidos que parecen condenados a soportar el comportamiento infame de una turba desnortada y confusa, despreocupada de lo que verdaderamente marca la diferencia. Unamuno sosteniéndose a duras penas frente a las injurias tendenciosas que lo salpicaron siempre, Ortega señalado conspicuamente por unos cuantos interesados en que su postura frente a la realidad social y política del país pareciera cuanto menos ambigua, la mirada resignada y cargada de tristeza con que observaban Valle y Baroja el devenir de los acontecimientos más próximos.
 

  Y parecemos condenados a vivir de espaldas a lo que en verdad interesa, como digo. Bien por falta de medios económicos que ayuden a sostener el patrimonio cultural del que somos partícipes y que habremos de perpetuar y transmitir a las generaciones venideras, bien por la educación sesgada e insuficiente que arrastramos desde tiempos remotos, bien por la aquiescencia de una clase política que acaso piense que somos más fáciles de manipular si no contamos con las herramientas adecuadas con que oponernos a sus oscuros designios.
 

  Y tengo la sensación de que alguno de los países de nuestro entorno se preocupa más de su herencia cultural que viene a conformar la imagen que finalmente se ofrece al resto del mundo, como si sintieran el peso de sus grandes nombres del pasado que no terminan de difuminarse del todo y cuya presencia se torna insoslayable, como embajadores de la mayor eficacia: Montaigne, Sade, Chateaubriand, Stendhal, Dumas, Flaubert, Zola, Victor Hugo.
 

  Y sus castillos, y sus iglesias, y los puntos precisos en que sucedió algún acontecimiento de la mayor relevancia, señalizados siempre y ampliamente dignificados. ¿Carecemos nosotros de nombres insignes que puedan equipararse a los más descollantes de las demás naciones? Rotundamente no. Carecemos de memoria, si acaso. Y de gratitud. Y de visión de futuro. Conformados con seguir portando las anteojeras que nos vienen dadas, por unos cuantos.

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