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Diario YA


 

Agrava la situación -dicen- la inminencia de los fríos invernales y -psicológicamente- esta oscuridad tan siniestra a media tarde que nos ha provocado el habitual cambio de horario.

APÒCALÍPTICOS

Manuel Parra celaya.  Vacían materialmente los supermercados. Con preferencia, hacen acopio de latas de conserva, alimentos no perecederos y papel higiénico, sobre todo, papel higiénico, al modo de los inicios de la pandemia, como si ahora se avecinase un nuevo virus intestinal con efectos de gastroenteritis. Algunos se proveen, también, de farolillos de camping-gas, de linternas, hornillos y velones.
    No se trata, en este caso, de precauciones  ante una nueva mutación del maldito coronavirus, siempre acechante por otra parte, sino de los anuncios apocalípticos de un apagón general, que puede dejarnos, sin previo aviso, sin gas, iluminación, calefacción, frigoríficos en uso e Internet; creo que esto último es lo que más preocupa, pues provocaría, amén de posibilidades de trabajo a distancia -ahora que se está volviendo a las formas presenciales-, posibilidades de comunicación y de recreo festivo. Agrava la situación -dicen- la inminencia de los fríos invernales y -psicológicamente- esta oscuridad tan siniestra a media tarde que nos ha provocado el habitual cambio de horario.


    Para generar esta psicosis, afortunadamente no tan extendida, han bastado las noticias, en sí ya preocupantes, de las posiciones cerradas entre Rabat y Argel, con el cierre de oleoductos y su sustitución por transporte marítimo, la toma de conciencia - ¡ya era hora! - de que el 80% de la energía que consumimos depende del exterior, la clara  insuficiencia de las energía renovables y la necesidad de acudir a la energía nuclear, esa que cubre las necesidades de nuestros vecinos franceses y que aquí hemos desechado al ser declaradas non sanctas por la progresía.
    Pero no se asusten: no habrá tal apagón general, acaso algunas dificultades localizadas, hipótesis plausible tras el anuncio triunfalista del Presidente del Gobierno asegurando a la población que todo está controlado y nunca faltará suministros energético…
    Este panorama me recuerda una anécdota de mi primera infancia: corrió la voz en el colegio (o en varios de la zona) de que tal día a tal hora se produciría el fin del mundo; confieso que, a mis siete u ocho años, aquello me llegó a desvelar en mi inocencia; de forma que, ni corto ni perezoso, me metí en una iglesia y pregunté al primer sacerdote si era cierto lo que había oído a mis compañeros; me tranquilizó su risa contenida y terminó diciéndome que nunca hiciera caso de tonterías de esa clase.
    Luego aprendí que la humanidad había pasado verdaderamente por momentos de pánico colectivo al dar pábulo a vaticinios aterradores sobre el fin de los tiempos; evidentemente, ninguno de aquellos ingenuos había hecho caso o no sabían de las palabras evangélicas: No sabéis ni el día ni la hora. Y, en épocas más recientes y teóricamente más racionalistas, ciertas sectas se habían desprestigiado entre sus gurús y seguidores al comprobar que, en lugar de los signos dantescos en que creían, volvía a salir el sol y se escuchaba de nuevo el trino de los pájaros; hubo, incluso, suicidios colectivos entre los clanes más fanáticos.
    En fin, me imagino que el bulo del apagón general quedará como una pequeña anécdota en las crónicas de nuestro siglo XXI, con mucho menos categoría que los pánicos generalizados de antaño cuando se cambiaba de milenio. Quizás el ser humano -que no ha cambiado tanto desde entonces- precise de estos sustos cada cierto tiempo, como si no bastaran los que nos proporciona la vida diaria.
    Echemos nuestro cuarto a espadas y derivemos los mensajes apocalípticos al campo de la política, También en este ámbito proliferan los agoreros, especialmente en lo que se refiere a España. Aquí, los signos de los tiempos parecen atestiguar a su favor: un gobierno sesgado, que tiene como interlocutores y compañeros de viaje a los separatismos antiespañoles, unas previsiones económicas que hacen exclamar a los ciudadanos, como en el viejo chiste, ¡Virgencita, que me quede como estoy!, una juventud a la que se ha hurtado los valores y el futuro, un papel internacional irrelevante, con constantes vituperios de nuestros parientes hispánicos, una situación casi explosiva en nuestras áreas meridionales, un avance que parece arrollador de antropologías y pseudobiologías que nos han usado como campo de pruebas, unas perspectivas en educación que lastrarán a las futuras generaciones…, y una Oposición que se entretiene en luchas por el poder interno y es incapaz de entender en qué consiste un frente cultural.
    Sin embargo, opongo a este fines historiae nacional varias objeciones de carácter realista: en primer lugar, el peso de la historia, pues de peores momentos hemos salido los españoles (o, en argot militar, en peores garitas hemos montado guardia); en segundo lugar, mi confianza en que una gran parte de la sociedad española aún goza de buena salud de ánimo y es consciente de los problemas; en tercer lugar, las propias bases geoestratégicas del Sistema, entre las que no se encuentra una implosión en el sur de Europa. Y, por fin, mi natural optimista y mi fe en que Dios es y será el Señor de la historia. 
 

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