Aquella alegría desenfrenada de los 80 y principios de los 90, coreada por los políticos (“¡A colocarse y al loro!”)
Manuel Parra Celaya. No puedo afirmar con total seguridad si el lugar donde estoy disfrutando de mis vacaciones puede estar totalmente incluido en la llamada España vaciada; lo cierto es que en esta bellísima provincia de Salamanca existen serios problemas estructurales: las comunicaciones en servicios públicos de transporte han mermado de unos años acá; los cajeros automáticos, ídem de lienzo; la atención sanitaria obliga muchas veces a desplazarse a los núcleos más poblados o a la misma capital; no hay mucho tejido empresarial, lo que sigue obligando a muchos a trasladarse, como en otros tiempos, a las grandes ciudades (Madrid, Barcelona, Bilbao…); la agricultura se encuentra, en muchos casos, abandonada, y no abundan quienes se empecinan en cultivar los terrenos que les correspondieron en aquella concentración parcelaria de otros tiempos; asimismo, la cabaña vacuna quedó harto mermada a partir de las exigencias comunitarias…, que aportaron dinero para las carreras de los vástagos, pero acabaron con esa explotación ganadera, que ahora también se pone en entredicho a partir de la Agencia 2030 y del propio Vaticano.
En estos días, los pueblos y aldeas van seguramente a llenarse, pero de un modo provisional y, si se quiere, artificioso: gentes que vuelven en verano a celebrar las fiestas patronales o abuelos que asumen a sus nietos porque los padres siguen trabajando en las ciudades. El turismo nacional -tampoco muy numeroso y nada agobiante en consecuencia- suele limitarse a cinco o seis lugares con suficiente reclamo, obviando verdaderas maravillas que permanecen desconocidas u ocultas; por supuesto, el visitante extranjero se limita a la capital, que tiene por sí suficiente atractivo, o transcurre por rutas establecidas, como puede ser la Vía de la Plata que nos cruza.
Cada anochecida, este relator disfruta de las tertulias o roldes que los vecinos establecen en las puertas de su casa cuando abdica el seco calor del día y se respira ese fresquillo serrano que todo el año añoraba desde mi Mediterráneo; y en una de esas reuniones improvisadas salió a relucir un tema que apenas había entrevisto desde la lejanía de la memoria: los estragos que provocó la tan renombrada movida entre las generaciones de los 60 y 70.
Aquella alegría desenfrenada de los 80 y principios de los 90, coreada por los políticos (“¡A colocarse y al loro!”), con los fulgores de la Transición a cuestas, provocó que el mundo juvenil pasase de la efervescencia folclórica de lo hippy a palabras mayores; es decir, del porro, aparentemente inocuo, al consumo generalizado de otras sustancias, que fueron haciendo mella, con siniestras consecuencias, que llevaban a cárceles u hospitales, o derivaban en secuelas de muy difícil tratamiento y solución. El mundillo artístico patrocinaba, consciente o inconscientemente, la nueva moda, al parecer tan necesaria para la expresión emotiva, la libre expansión de los instintos y la creatividad.
Esta plaga no solo afectaría a la juventud de las ciudades, agrupada en los locales famosos, sino que llegó a las poblaciones rurales, que no podían ser menos y, así, se sumaron a lo que se llevaba; un amplio sector de esos jóvenes de entonces quedó tocado, incapaz de asumir tareas tradicionales y recibir una herencia cultural de sus mayores. Desde entonces -me dicen los contertulios- estos pueblos ya no son los lugares idílicos de antaño, con todas sus estrecheces, pero con su dignidad. Todo esto me dio qué pensar…
No sé el alcance estadístico de aquella circunstancia de la movida en la triste realidad de la España vaciada de hoy. Lo que sí me quedó claro, al rebobinar mis pensamientos es que, hoy en día, cualquier asomo de Reforma Agraria -por emplear términos clásicos- que se pueda plantear teóricamente debe partir de una generosa dotación de estructuras a esta parte de nuestra nación que se está quedando en esqueleto y, muy especialmente, con una no menos generosa y certera educación en valores para que nuevas generaciones no sucumban a aquellas o a otras modas, desde la drogadicción a la abducción por concretos planteamientos ideológicos, que también están llegando a estas poblaciones de forma alarmante.