Aquí, en Barcelona, las gentes normales, las buenas gentes, van a su trabajo, toman el autobús, compran y pasean
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Manuel Parra Celaya. Me proponía esta semana dejar descansar a los lectores de la matraca separatista, eso que algunos llaman problema catalán y que yo insisto en calificar de reflejo del constante problema de España, y del que se ocuparon en la historia y ocupan en el presente las mejores plumas y mentes; pero, ya lo ven ustedes, las circunstancias son más fuertes que mi buena voluntad.
Empecemos por una nota tranquilizadora: aquí, en Barcelona, las gentes normales, las buenas gentes, van a su trabajo, toman el autobús, van de compras y pasean con la familia; lo que ven ustedes en la tele corresponde al otro sector, al de los secesionistas de Puigdemont, de Junqueras, de Ana Gabriel…
Por lo tanto, distingamos y no nos creamos ni por asomo que todos los maestros de Cataluña sacan a sus alumnos a manifestarse frente a las comisarías y cuarteles; que todos los ciudadanos pegan carteles pro-referéndum o pro-independencia, en catalán y en árabe, o que, en sus ratos libres, queman banderas españolas y hacen escraches a la Guardia Civil. Más que nunca, hay dos Cataluñas opuestas. A pesar de la virulencia de las manifestaciones, es una tontería decir que la convivencia ciudadana se ha fracturado ahora: hace mucho tiempo que un abismo separa a personas y familias; lo que ocurre es que los poderes públicos españoles miraban a otro lado.
El separatismo ya ocupaba calles y plazas cuando se le antojaba, manipulaba niños en las aulas, cometía ilegalidades que quedaba siempre en la impunidad y los Consistorios de los pueblos sustituían rojigualdas y senyeres por esteladas, siempre con cargo a los fondos públicos. Pero todo esto ya es sabido, y solo a los muy tontos les ha podido sorprender el estado de cosas de hoy; modestamente, a un servidor no le ha causado la menor sorpresa. A la vez, no negaré que vivo los acontecimientos con inquietud, que nace de la incertidumbre de si las Altas Instancias sabrán aplicar los remedios, ya que desconfía profundamente de que vislumbren el camino de las soluciones.
De toda la movida de estos días, qué quieren que les diga, no me han inquietado tanto los gritos descompuestos, las caceroladas, las algaradas, los acosos a los Cuerpos de Seguridad del Estado y el vandalismo con sus vehículos, como el hecho de que, en paralelo, se produjeran manifestaciones y actos de apoyo al separatismo en Madrid, en Bilbao, ¡en Huesca! ..., y que nadie llamara a los loqueros de guardia cuando un grupo de descerebrados pidiera públicamente una república mallorquina. Me reafirmo en que un terrible morbo se ha apoderado de una parte de la sociedad española, esa que no vería con malos ojos la desaparición histórica de su patria, escindida en mil ridículas taifas, y anulada, de hecho y de derecho, del panorama de las naciones del mundo.
¿Es esto lo que se pretendía, desde hace años, y se incubaba en las covachuelas de una poderosa y anónima ingeniería social de alcance universal? Poco dado a conspiracionismos, no obstante, uno no puede dejar de sospechar, al advertir la coincidencia entre las directrices de la Globalización y las realidades españolas: causas y efectos, en pura lógica. Si acudimos a la historia, observaremos que no es la primera vez que ese ¿absurdo?
Se pone sobre los tapetes de las Cancillerías, conocidas o secretas; así, aquel proyecto en la Guerra de Sucesión de desmembrar España y entregar sus despojos a otras naciones europeas; o las propuestas-señuelo de Napoleón de crear naciones independientes y edénicas (¿les suena?) de las regiones históricas españolas si le prestaban apoyo, o las intrigas internacionales aprovechando la estupidez de los cantonalistas de la I República…
Pero España siempre ha salido a flote, esta es otra realidad; a pesar de sus malos gobernantes, de los cómplices, de la cretinez congénita de amplios o reducidos sectores…, a pesar, muchas veces, de los propios españoles, como diría el mejor Pérez-Reverte. Esta misma mañana, he visto y oído como unos jóvenes gritaban un viva España y hacían ostentosamente la higa al pasar frente a un grupo de energúmenos vociferantes a la puerta de un cuartel de la Guardia Civil. Acaso sean muy ciertas las últimas palabras antes de su muerte de Miguel de Unamuno a Bartolomé Aragón: ¡Dios no puede desamparar a España…!