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Diario YA


 

Según la edad, así son los motivos de nuestros asombros

Asombroso

José Vicente Rioseco. Dicen los gerontólogos que la verdadera senectud empieza, no cuando el hombre tiene un número determinado de años, ni siquiera cuando aparecen una serie de síntomas físicos más o menos cuantificables. Esa última etapa de la vida del hombre realmente empieza cuando perdemos, o disminuye francamente nuestra capacidad de asombrarnos, de tener interés por las cosas de la vida.
    Según la edad, así son los motivos de nuestros asombros. En los primeros años nos asombra el volar de una mariposa, el desperezar de un gato, el humo de una vela. Recuerdo ya de chaval el asombro que me produjo el saber que los Reyes Católicos nunca se pudieron tomar un buen trozo de tortilla española, ellos que tan españoles fueron, una taza de caldo gallego o un refrescante gazpacho andaluz, por la sencilla razón de que en aquel entonces en España no había ni tomates ni patatas.
    Ya mozalbete fue causa de mi asombro saber que una de las causas de mortalidad más frecuentes del europeo prehistórico y hasta la edad media, era la insuficiencia respiratoria a causa de las lesiones pulmonares del hombre de entonces por respirar aire con mucho humo. En efecto, la chimenea no llego a Europa hasta el siglo XII. También me asombro que cuando llegaron a América los europeos, se encontraron con civilizaciones relativamente evolucionadas (Incas, mayas) pero que sin embargo no conocían la rueda como útil para el transporte.
    Ya de adulto las causas de los asombros fueron de otro tipo; casi siempre relacionados con la conducta humana. A veces conductas heroicas; desde esas que leemos en los libros de historia, hasta esas otras de la vida cotidiana casi siempre silenciosas de personas que cuidan a ancianos o enfermos; no menos heroicas aunque menos llamativas. Pero el asombro también puede ser negativo, desde el comportamiento de los herederos por cosas absolutamente prescindibles, hasta el hacer el mal, solo por el gusto de hacerlo.
    Hace unos días, en una entrevista a un expresidente del gobierno de España, de cuyo nombre no quiere acordarme, el entrevistador le pregunto si no creía que para ser presidente de gobierno era necesario saber inglés. Después de una pausa, suficiente para que una mente prudente y hasta una mediocre pudiese dar una contestación aceptable el político dijo “¿Entonces usted cree en la meritocracia? Permítame decirle que Vd. es un reaccionario”. ¿Así que creer en el mérito para ocupar ciertos cargos por muy representativos que sean, según este político es reaccionario? Me asombro.
    Creer en la inteligencia, en el esfuerzo, en la constancia, en la capacidad para dirigir grupos, en la experiencia y en la excelencia, que todo esto es la meritocracia, es reaccionario. Me asombré.
    Pues mi poco admirado señor expresidente, no solo es una buena cualidad saber inglés para un presidente del gobierno de España, sino que en mi opinión es cualidad absolutamente necesaria, como lo es saber leer y escribir y conocer las cuatro reglas. Y esto, consciente de que los seis presidentes de gobierno que tuvo España durante la democracia, solo uno, Calvo Sotelo, sabía inglés.
    Decía Napoleón que lo peor que podía hace un político era ocupar un cargo para el que no estaba preparado.
    Pues yo digo que no solo considero imprescindible para ocupar un tal alto cargo como presidente de gobierno hablar inglés, también lo es haber pagado algún tiempo la seguridad social en un puesto no político, haber ejercido una profesión y ser viajado.
    No concibo que ninguna persona responsable aspire a tal puesto sin esos méritos. Ni siquiera para alcalde de mi pueblo.

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