Contrasentidos
Manuel Parra Celaya. Ya arrancó la campaña para las elecciones europeas, aunque, de hecho, ya había comenzado hace varias semanas sin necesidad del pistoletazo de salida oficial. Todos los comentaristas coinciden en que los partidos mayoritarios -eufemismo para no decir “bipartidismo consagrado”- la utilizarán para sus diatribas domésticas, como un ensayo para próximas contiendas electorales y mediante el original procedimiento del “ventilador”, es decir de echar la mayor cantidad posible de (con perdón) mierda sobre su contrincante; los partidos que permanecen en los arrabales del Sistema o aquellos que no merecen ni siquiera que se les mencione por mor de una censura tácita buscarán una brecha en el montaje actual.
Pero son los partidos separatistas los que tienen, como de costumbre, mejor visión de la jugada, y así lo demuestran, esta vez sin pretender engañar a nadie; su finalidad es conseguir el beneplácito europeo o, por lo menos, sembrar las dudas con el aval de sus votos. De modo que tendremos más de lo mismo, con soflamas antiespañolas y -en buena parte de ellos, los más inteligentes- fervorines de europeísmo. Hablando claramente, persiguen su Estado propio -para el beneficio de sus oligarquías, no de las poblaciones que ingenuamente los sustentan- con las bendiciones de los poderes políticos y económicos de la Unión.
Como ya saben mis lectores, yo no entiendo de política, pero mi inclinación natural me lleva a ese curioso ámbito -nada ortodoxo, según el Pensamiento Único- de la “metapolítica”, que es otra cosa. Y, en ese campo, más que atender al farragoso y aburrido tejemaneje de la propaganda electoral, advierto el pavoroso contrasentido del supuesto europeísmo de los segregacionistas.
Desde ningún nacionalismo se puede construir Europa; desde ningún aldeanismo se puede edificar la Ciudad Europea. Ni desde el nacionalismo catalán, ni el vasco, ni el escocés…, ni el de los aguerridos separatistas venecianos que pretendían el asalto de la Plaza de San Marcos con un tractor tuneado en carro de combate. Añadamos que tampoco desde un nacionalismo francés, o español, o alemán, o italiano… “Todo nacionalismo es, en el fondo, un separatismo; la extensión no importa”, dejó dicho nuestro Eugenio D’Ors, que sí sabía algo de europeísmo.
La construcción de una nueva colectividad política, superadora por elevación y no por destrucción de las anteriores integradas en ella, implica un proceso de altura de miras y de generosidad, incompatible con cualquier visión estrecha y egoísmo. Se trata de construir a partir del amor (“la historia siempre es un quehacer de amor”, me enseñaron a cantar), no del interés. Una perspectiva estrecha, localista, casera, obnubila decididamente a cualquiera e imposibilita que exista ese proyecto sugestivo de vida en común como condición indispensable de que los planos de la nueva edificación sean válidos.
Si fue y es posible ser catalán, o vasco, o castellano… y ser español, también lo será en el futuro ser orgullosamente francés, italiano o alemán, y europeo con pleno sentido. Como decía hace poco, la humanidad tiende a construirse su unidad mediante una espiral, siempre abierta, y no a través de círculos concéntricos, siempre cerrados por definición.
Por otra parte, la unidad de Europa no es un invento ex nuovo, sino un anhelo de siempre, una y otra vez frustrado, quizás porque prevalecieron los intereses locales, los del reino, primero, y los de las Naciones-Estado, después. En el poso europeo están presentes unos valores comunes, una cultura común, y, sobre ello, es posible fundar una unidad política, siempre que exista ese proyecto aludido.
Similar al egoísmo de las unidades históricas que constituyen el mapa europeo y de quienes quieren partirlas aun más es el egoísmo de las sectas, empecinadas, precisamente, en dinamitar los mejores elementos de identidad europea, por ejemplo y en primer lugar, el Cristianismo. Pero sobre eso ya escribiré otro día…