Costumbres ciudadanas
Manuel Parra Celaya. Confieso que la primera vez piqué como un incauto. Como si fuera nuevo, vamos. En una céntrica calle de mi ciudad se me acercó un caballero de inequívocos rasgos agarenos, que me preguntó cortésmente la hora; le respondí y, al continuar mi camino, se puso a mi lado y, con no menor cortesía, me dijo: ¿No le importa que le haga una pregunta? –No claro, diga usted, contesté creyendo que su zalamería no pretendía otra cosa que un dirección concreta. – ¿Es usted racista? Me quedé algo sorprendido, pero pensé para mí que quizás se tratara de una encuesta callejera, de forma que ya acudían a mi mente las razones que le iba a exponer (Ni como cristiano ni como español puedo ser racista, ¿sabe usted?, o algo así). –Verá, yo soy médico dentista –empezó el morito, sin darme tiempo a reaccionar- y estoy en Barcelona pendiente de un trabajo de mi especialidad, pero… Aquí siguió una larga narración de sus avatares en su Marruecos natal y una no menos larga descripción de sus penalidades en cuanto a necesidades básicas en tierras españolas; acabó pidiéndome una ayuda, en forma de cifra redonda de veinte euros. En aquel momento solo llevaba diez en la cartera y, quizás atontado por la verborrea, se los entregué; me correspondió con abundantes gracias y zalemas.
Sí, acepto de antemano todos los calificativos que ustedes me quieran atribuir, comenzando por el de tonto y siguiendo por los de cándido, inocente, lila, primo… Con todo, me quedé con la mosca detrás de la oreja.
Tiempo después y olvidado aquel encuentro, un compatriota del anterior (supongo) me volvió a preguntar la hora; se la di distraído, pero ya no me sorprendió que, a renglón seguido, me interpelase con el ¿Le puedo hacer una pregunta? El recuerdo del otro encuentro acudió instintivamente a la memoria y le corté rápido: “Oiga, que este timo ya me lo hicieron otra vez…” –Es que yo soy abogado, ¿sabe?... Con unas secas buenas tardes me despedí, evitando que me lanzara una bien urdida trama de aventuras y desventuras con fondo de añejas novelas de Karl May.
Ayer por la mañana, iba leyendo un artículo de fondo de un periódico, cuando me asalta el tercer marroquí con la pregunta habitual sobre la hora, acompañada de un No se asuste. – ¿De qué me tengo que asustar yo?, pienso para mí, creyendo que el hombre ha confundido mi cara de sorpresa al interrumpir mi lectura con una de susto. Pero esta vez sí actuó el reflejo condicionado pavloniano y, a su meloso y conocido ¿Le puedo hacer una pregunta?, respondo ágilmente con un rotundo ¡No! Se aleja y, en alta voz, sentencia: ¡Ya veo, un racista!
Sigo mi camino y mi lectura, pero no dejo de rumiar la situación… Interiormente, maldigo de todo corazón a los políticos y periodistas que, con su estupidez y su adición a lo políticamente correcto, han dado pie al complejo de racismo que sufren algunos españoles y que, por supuesto, no reza para mí; maldigo a quienes importaron de la costa este americana un lenguaje y un pensamiento absurdos para estos lares; no olvido en mis denuestos a todos los que elaboran curiosas estadísticas destinadas a convencernos de que en nuestro corazoncito hispánico se ha inoculado el germen decimonónico del marqués de Gobineau y otros teóricos del tema. No puedo menos que abominar de los timadores callejeros, que han creado una variante postmoderna de la estampita o del tocomocho, con trasfondo sociológico de la cretinez ciudadana. Y siento conmiseración por quienes, para curarse de su complejo, van a picar (como lo hice yo la primera vez), creyendo que están llevando a cabo una obra solidaria y caritativa en lugar de mantener en nuestras calles a unos caraduras.