De Aquisgrán a Barcelona
José Vicente Rioseco. Estos días tenemos la oportunidad de ver en televisión española una seria sobre Carlos I de España. Después de otra sobre Isabel I, la Reina Católica, parece que la televisión pública se anima a llevar a la pequeña pantalla la historia de España, como lo hacen en otras naciones y de forma concreta en Inglaterra, en donde hace poco, la BBC nos dio la oportunidad de ver una serie sobre Enrique VIII. En el cine inglés es muy frecuente poder ver películas sobre Isabel I, Cromwell, magnificas en calidad y respetuosas con la historia.
Uno de los momentos más importantes de la vida del Rey Carlos, es cuando, con tan solo veinte años, es proclamado Emperador. Allí, en Aquisgrán, en la misma ciudad desde la que siete siglos antes, otro Carlos, Carlomagno dirigía su imperio. Del modo más humilde, postrado en tierra y con los brazos en cruz, Carlos oiría misa en la catedral.
Es en ese momento, cuando el Rey de las Españas, ahora ya Emperador, asumiría desde lo más profundo de su ser, aquella triple obligación que sería eje y guía de toda su futura acción: ser la espada que defienda al Imperio de sus enemigos, ser el buen juez de los pueblos, y alzarse como el amparador de los pobres y oprimidos en contra de los poderosos.
Sucedía eso en la legendaria ciudad de Aquisgrán, la misma que guardaba los restos de Carlomagno, la que poseía en su catedral, el trono simbólico del fundador del Imperio. Aquella en donde, reinado tras reinado, durante más de siete siglos, habían sido consagrados los emperadores de los que podríamos considerar el germen de Europa.
Y tres mandatos; tres deberes que el Emperador debe jurar antes de ser coronado. La defensa del Imperio, ser buen juez de sus pueblos y la protección de los humildes y oprimidos.
Era lo que requería la Europa de entonces. Han pasado quinientos años y la Europa que tratamos de hacer poco más necesita que la que demandaba el Imperio que recibía Carlos.
En esencia es lo mismo, pero con las características que el paso de los tiempos, y los cambios sociales que sucedieron en estos siglos, nos hacen adoptar.
Son los tres pilares fundamentales sobre los que se debe seguir construyendo Europa. La Europa que sin haber muerto desde entonces, parece que renace en la segunda mitad del siglo XX.
La defensa; y también como en el imperio carolingio, la defensa ante ataques exteriores e interiores. Carlos V entendía que su peligro exterior era el imperio turco, y el interior la nueva “herejía” de Lutero. Hoy, el peligro interior en Europa, no es un problema religioso. Lo era en el siglo XVI, porque la religión era el aglutinante, el cemento que unía a aquellos pueblos de hablas distintas, costumbres diferentes, pero una sola cabeza suprema y una sola religión.
Hace unos días los jefes de Estado de Alemania y Francia, el núcleo duro de Europa, dijeron al unísono, que los nacionalismos nos llevan a las guerras. Antes que ellos Juan XXIII el papa bueno, dijo que el gran peligro del mundo eran los nacionalismos.
En esta Europa en construcción, una Europa en la que ya han desaparecido las fronteras separadoras, en la que la moneda es común, la que se rige por normas democráticas semejantes; la Europa en la que los dirigentes de las naciones integrantes se comunican entre sí casi a diario, se ven varias veces al año en “cumbres”, ya por motivos políticos, ya por motivos económicos, en la que los ministros y grupos de gobierno visitan a sus colegas en Madrid, Berlín o París con gran frecuencia. La Europa, en la que los representantes de las naciones que la integran se reúnen para hacer leyes que luego deberán ser cumplidas por todos los europeos; la Europa, en la que cuando una de las naciones integrantes tiene dificultades, encuentra ayuda de la solidaridad del resto de las naciones; es la Europa en la que, si uno ha nacido en las frías tierras de Baviera, puede en cuanto se retira, ir a pasar su vejez a uno de esos pueblos de Mallorca, en donde a diario podrá leer su periódico recién venido de Múnich, beber cerveza Alemana y hasta elegir alcalde de su pueblo a un compatriota. Es la Europa, en la que los jóvenes universitarios pueden pasar un año de sus estudios, en universidades lejanas, en donde podrán conocer otras lenguas, otras culturas, otras formas de ser europeo. Si un agricultor o un industrial quieren vender sus productos en Alemania, puede hacerlo sin las dificultades que hace pocos años encontraría, a causa de las distintas monedas o los aranceles que el cambio de nación implicaba.
Por todo ellos y más, es incompresible, esos movimientos centrífugos, de descomposición interna de la nación que en la actualidad estamos viviendo en algunas naciones europeas, pero sobre todo en España.
Los grupos políticos, llamados independentistas en España, no son más que grupos de gentes frustradas, con miedo a la libertad, y que si no estamos seguros de nosotros mismos, nos pueden llevar a la inestabilidad y a la esquizofrenia de la nación.
Utilizan la mentira para argumentar con la historia, el sentimiento irracional para mover las masas, y el sinsentido en todos sus actos.
Ponen en peligro la paz y la prosperidad de sus vecinos, de los pueblos y de las naciones. No importa los medios, cualquiera es bueno si les acerca al fin deseado.
Ante ellos, el gobierno legítimo, solo tiene un camino, aplicar la ley. Sin dudas, sin esperas, sin ambigüedades.