DE BRITÁNICOS Y ESPAÑOLES
Manuel Parra Celaya. Me da la impresión de que un hado inmisericorde pero europeísta me empuja a volver a escribir esta semana sobre la Rubia Albión, sin que existiera intención premeditada por mi parte; me refiero a la difusión del Informe Chilcot, que pretende poner en revisión la última guerra del Golfo; aclaremos: no la primera, la que organizó Busch padre, perfectamente asumida por el PSOE en el gobierno de España, con el correspondiente envío de barcos de guerra nacionales, y por los progres en las calles y plazas.
Parece que dicho informe da la razón a quienes sostenían que aquello era una inmensa chapuza, que ni Sadam Hussein disponía de armas de destrucción masiva con que justificar el ataque ni Tony Blair fue excesivamente veraz ante el Parlamento inglés en aquellas circunstancias. No dudo que Sir John Chilcot esté en lo cierto, pero, si revisamos sistemáticamente la dudosa legalidad de otras intervenciones bélicas de la Edad Contemporánea, con tremendas consecuencias chapuceras, desde la explosión del Maine y el hundimiento del Lusitania, hasta la existencia o no de declaración de guerra previa al bombardeo de Pearl Harbour –solo por no salir del ámbito anglosajón-, habría que sentar en efigie en el banquillo de los acusados a numerosos protagonistas heroicos de la historia.
Lo que ocurre en el caso que nos ocupa es que el pueblo inglés tiene un particular sentido del humor negro, fino, inteligente, nada desmesurado hacia la carcajada, y, ante el impresionante lío que ha provocado el reciente Brexit, nada mejor que introducir en la escena una cortina de humo o una maniobra de distracción que, como en las novelas de Agatha Christie, nos invite a dudar si el culpable es el mayordomo o el supuesto anciano paralítico en silla de ruedas.
En cambio, el sentido del humor de los españoles es muy distinto, y puede llegar al ensañamiento y la crueldad; no se basa en la sonrisa y en la frase ingeniosa de doble sentido, sino que puede llegar a encarnizarse –sin mala intención, por supuesto- con los personajes públicos. Y estos, a su vez, responden de igual forma al pueblo, con lo que las risotadas están aseguradas. Hay quien asegura, por el contrario, que no, que los españoles nos lo tomamos todo por la tremenda, con la excepción de Franco –eso sí, objeto del más enconado revisionismo histórico nunca visto- , que se hacía contar, para su solaz, los chistes que los españoles se contaban sobre él unos a otros y en público, sin que los grises intervinieran para nada.
¿No les parece suficiente prueba de humor español los nuevos resultados de las elecciones del 26J? Conteniendo la risa, los españoles fuimos a depositar nuestro voto para gastar otra impresionante broma, rayana en la gamberrada, a sus elegidos. Y estos, por su parte, embroman despiadadamente a sus votantes con otras largas, inútiles y cansinas rondas de contacto, escarceos de pactos o abstenciones, insultos a los jubiletas (y, en general, a los mayores que suponen que no han votado a la muchachada de Podemos) y amenazas de una broma pesada, como sería repetir todo el numerito electoral en otoño.
De todas formas, la gran diferencia entre británicos y españoles en cuanto a su sentido del humor y respectivas consecuencias puede centrarse en que aquellos, fuera o dentro de la Unión Europea y con Blair superviviente o defenestrado por el Informe Chilcot, nunca pondrán en tela de juicio su identidad históricas y nacional, mientras que sobre nosotros, aun riéndonos, siempre pesa, ancestral y trágicamente, la duda de si un mal día nos despertaremos con la sorpresa –nada divertida- de que España ha dejado existir como unidad, de que nos hemos convertido en la Babel del sur del Continente, objetos de colonización de otras naciones que se toman lo trascendente con más seriedad, aunque sean capaces de reírse de sí mismos en lo contingente.