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Diario YA


 

DE LO SUBLIME A LO RIDÍCULO

Manuel Parra Celaya. Hoy había empezado a escribir -llevaba medio folio garrapateado, como fijación o maldición-.sobre la situación política española, pero como el tema está manido ad nauseam y los lectores, y la mayoría de españoles pensantes, están al cabo de la calle y no quiero contribuir a la crispación, la musa que suele guiarme cada semana me ha llevado por otros derroteros. De este modo, empiezo con una referencia a los animalitos, a los seres irracionales por naturaleza, que es mucho más gratificante que tratar de esta política, según se mire.
    Confieso de antemano que soy un apasionado del mundo animal y, en ocasiones, llevo esta querencia hasta la exageración; en mis paseos y recorridos campestres y ciudadanos,  me empeño en acariciar a perros y gatos (siempre con anuencia del dueño, si está a la vista); en las vacaciones en el pueblo de mis amores, me acerco a todo bicho viviente. No tiene todo eso nada que ver con que, al ser un servidor omnívoro, le encanten los embutidos y el buen jamón salmantino, y jamás le hago ascos a un buen bisté en su punto; lejos, pues, de mis apetencias y modo de ser de cualquier forma de vegetarianismo o de veganismo, que está más de moda. Como se puede deducir, he abominado de la letra pequeña de la Agenda 2030 y de su trasfondo, tan edulcorado de demagogia y mala leche. 
    En consecuencia, me encuentro totalmente alejado del animalismo doctrinario, ese que forma parte de lo woke, el que prioriza al lobo frente a los rebaños, eleva sus quejas por los gallos violadores de gallinas o se empeña en prohibir, manu militari, el arte del toreo. Recuerdo aquella intentona progresista de hace varios años, que, con el nombre de Proyecto Gran Simio, venía a equiparar a los seres humanos con el mundo irracional; se desestimó y no volvimos saber de ello, pero sospecho que, de presentarse hoy, llegaría a ser aceptada, siguiendo la consabida estrategia de la ventana de Overton, que tantos estragos ha producido en las gentes occidentales.
    No descubro nada nuevo si afirmo que las barbaridades antropológicas -y las ridiculeces- se han extendido en nuestros días a una parte de la población española postmoderna esa que prioriza rotundamente las mascotas sobre los bebés. Me da cierta grima contemplar a perritos falderos con trajecitos de punto o cómodamente aposentados en carritos especiales para ellos, cuando están sanos, claro, y dueños de sus cuatro patitas, sin haber pasado por el quirófano de un veterinario.
    Al ver este panorama, siendo como soy amigo incondicional de los animales irracionales, siempre con distancia de nosotros, los racionales, no puedo menos que meditar sobre el panorama demográfico español, y sobre las tasas de natalidad actuales, muy por debajo de los países de nuestro entorno. Por supuesto, hago la salvedad de aquellos que, aun deseando tener hijos, no les es posible por algún motivo.
    Me acerco a los informes del Defensor del Pueblo y me informo de que, si la tasa de reposición suele colocarse en 2,05 hijos por mujer, desde la década de los 80 del siglo pasado estamos muy por debajo de ese nivel; concretamente, en 2017, era del 1,31 %, y en 2020, de un 1,23 %; en 2023, nacieron 6.504 niños menos que en el año anterior; y, según los últimos datos, “España regenta nueva marca histórica de baja natalidad”. En ese año pasado, nacieron menos de 300.000 niños, entre los que hay que contar, claro los procedentes de sectores emigratorios. Dice el Defensor del Pueblo textualmente que “desde 1976, los comportamientos de la población española en torno a la nupcialidad y a la fecundidad han caído de forma notable”.
    No quiero extenderme ahora sobre las evidentes causas : razones económicas y laborales, casi nulo apoyo a la natalidad de las Administraciones públicas…, a gran diferencia de otras naciones europeas. Pero a todo ello habría que añadir las causas sociológicas, psicológicas y axiológicas, que considero de suma importancia, pues responden a una mentalidad de la comodidad, del alejamiento de los problemas e incomodidades que suelen deparar los niños, de la falta de valores en torno al matrimonio y a la concepción… Y no digamos de la promoción del aborto como solución final, que forma parte de esa cultura de la muerte y del descarte, que afecta a los no nacidos y a los que, por su edad o condición, son un estorbo. Menos mal que esa población hispana venida de más allá del mar suele cumplir:  son unos datos más que añadir a algunas ideas contenidas en recientes artículos en forma de alegato por la Nueva Evangelización y el Nuevo Mestizaje.
    Me dirán los lectores que me he ido del tema y lo confieso. Lo cierto es que los pipí-canes van reemplazando a los parques de juegos infantiles y los paseadores de perros a las canguros; por otra parte, si se amplían las aceras en las múltiples obras de nuestros munícipes, no es para que correteen los niños, sino para que puedan caminar con más comodidad los ancianos que aún se escapan de la solución final y que ocupan los puntos más altos de las pirámides de población.
    Cada cosa en su lugar: el problema no es la querencia a nuestras mascotas, sino la sustitución de las criaturas racionales (esperemos que lo sigan siendo, a pesar de nuestra Enseñanza) por los animalitos irracionales. Y, sobre todo, el trasfondo de toda esta situación: el menosprecio del ser humano, creatura de Dios dotada de dignidad, libertad e integridad en cuanto a su alma y su cuerpo.

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