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Diario YA


 

Camino de Zinderneuf

Dicotomía literaria

Juan Carlos Blanco. Verdaderamente parece una necesidad humana la de enfrentarse a sí mismo y la de tomar partido en cada ocasión que le viene dada y que le empuja como por arte de magia a unirse a las huestes de uno u otro y a engrosar las filas irreconciliables de los enemigos acérrimos que no descansan del todo hasta dar con los huesos del contrincante en lo más profundo del abismo. Y es algo que alcanza al hombre a todos los niveles y que se encuentra en las distintas esferas y de lo que no puede desprenderse nunca, mientras continúe con un hilo de vida. La necesidad perentoria de significarse y de señalarse siempre y de tratar que los demás se señalen de igual manera hasta lograr que todos avancen a duras penas y que nadie conquiste el individualismo suficiente que parece asustar a los que se encuentran en los puestos más elevados. Y la literatura no constituye excepción alguna, en casi ningún aspecto. Obligada siempre al enfrentamiento pugnaz que aporta más ruido que nueces, cuando la verdadera gracia del asunto estriba en disfrutar lo más posible de las distintas alternativas y de los diferentes autores que se enconan por decisión propia o ajena y que se ven conminados a proseguir el camino en perpetua refriega.

  La dicotomía entre Góngora y Quevedo, Shakespeare y Marlowe, Hemingway y Faulkner, Mann y Hesse. Las tendencias varias y los estilos tan personales que parecen impelidos a encontrarse en un instante determinado que propicia inevitablemente el enfrentamiento. Y es el modo más burdo de perderse en los vericuetos interminables que a nada conducen, y que ciegan siempre el entendimiento. Hablaba en una ocasión García Márquez de las diferencias literarias que se podían comprobar a simple vista tras la lectura somera de algunas páginas de Hemingway y de William Faulkner, y de la capacidad de ambos autores para alcanzar unas cotas de genialidad que muy pocos logran divisar apenas. Y lo hacía cada uno a su modo y según su criterio personal y sin importarles lo que los demás pudieran opinar al respecto. Y señalaba G. Márquez que el estilo algo rudo y directo y descarnado de Hemingway percutía en la retina del lector permitiendo que se agolparan la profusión de imágenes indelebles y de diálogos fluidos y largamente afilados que no podían obviarse nunca. Y que Faulkner procuraba transitar por sendas contrarias que resultaban difícilmente clasificables y de las que poco o nada podía extraerse en cuanto a la vivisección literaria que pudiera pretenderse al abordar sus novelas, el mundo anhelante y privado que nadie más que el propio Faulkner podía recorrer de una manera tan difusa y que no podrá ser remedado por nadie. Y de los dos autores extraía García Márquez una enseñanza largamente apreciable, situándolos en las cimas más altas y en una atalaya tan elevada que muy pocos comparten. La capacidad de Faulkner para inmiscuirse en la propia esencia del escritor colombiano, y la de Hemingway para influir en su desbordante labor literaria, en el oficio de escritor que desempeñó Gabo durante tantos lustros y en el montante final de libros de los dos autores norteamericanos que descansaban en la mesilla de noche y que consultaba con satisfacción poco disimulable. 

  Y en eso consiste en la mayoría de las ocasiones. En abordar la lectura de la totalidad de los autores que merecen la pena y en extraer lo que más nos llame la atención de cada una de sus apretadas letras. Sin entrar en consideraciones vacuas que a nada llevan. “Donde caía la sombra del puente veía claramente hasta muy abajo, pero no hasta el fondo. Cuando uno tira una hoja al agua y la hoja se queda allí bastante tiempo el tejido desaparece y las delicadas fibras ondulan lentamente como el movimiento del sueño. No se tocan unas a otras, no importa lo enmarañadas que hayan estado, no importa lo cerca que hayan estado del esqueleto”.

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