El último preso del Valle de los Caídos
Lo publica la Asociación para la Defnesa del Vallde de los Caídos. Miguel Rodríguez Gutiérrez nació en 1924 en la localidad de Romancos, provincia de Guadalajara. Hombre de izquierdas, en su juventud anduvo involucrado en diferentes incidentes de tipo político sobretodo en los primero años de la posguerra. En 1942 ingresa en la prisión provincial de Madrid para el cumplimiento de una condena que el siempre calificó de política y que como veremos más adelante no fue así ni mucho menos.
De la prisión provincial pasó en 1944 a la recién inaugurada prisión de Carabanchel de la que es conducido poco después a la de Yeserías, también en Madrid, de donde estuvo a punto de ser trasladado años más tarde (1947) una vez más al penal del Puerto de Santa María, uno de los más temidos por la población reclusa española.
Sin embargo este traslado no llegó a producirse, ya que el recluso consiguió recomendación y enchufe para ser trasladado al “Destacamento penal de Cuelgamuros”. Como el mismo narra en su libro “El Último preso del Valle de los Caídos”, páginas 109 y 110, conoció en Yeserías a dos hermanos que cumplían condena por su pertenencia en los primeros años de la posguerra al “maquis”.
Dice Miguel Rodríguez:
“Fermín y su hermano Carlos, se habían alistado en el maquis para luchar por la causa que su padre había defendido en las trincheras y frentes de combate, cuando ellos solamente eran unos niños. Ahora al creerse unos hombres habían empuñado las armas, con más ardor y entusiasmo que éxito.
La J. S. U. del Penal de San Miguel de los Reyes, había dado a Fermín mi “contacto”. Por lo que inmediatamente nos hicimos grandes amigos, al que expuse todas mis cuitas y muy especialmente lo sucedido con “El Pistolita”, y mis grandes temores de que cualquier día fuera trasladado al Puerto de Santa María. Fermín me dijo que un tío carnal suyo era el Jefe del Destacamento Penal de Cuelgamuros. Por lo que esperaba que lo visitase y le pediría me trasladasen a dicho destacamento penal.
Así fue como un buen día, me llamaron a Jefatura, para comunicarme que sería trasladado al Valle de los Caídos.
Yo recibí una gran alegría, e inmediatamente marché a comunicárselo a Fermín. El cual se alegró mucho, tanto por lo que para mí suponía, como por el caso que su tío le había hecho a la petición de que gestionase mi traslado al mencionado destacamento donde él era Jefe.
Después de ver a Fermín me fui a localizar algún preso del hospital o galerías ordinarias que hubiera estado en este destacamento y me contase cómo era la vida allí. Pronto di con un muchacho anarquista, que me puso al corriente de todo. Me dijo, allí se gozaba de mucha libertad, se podía estudiar mucho y bien. Al mismo tiempo que se podía ganar una peseta trabajando en las obras del Valle de los Caídos.
Como es de suponer, puse mi inminente traslado en conocimiento de la dirección de la J. S. U. Tanto por disciplina, como para que se me diese el contacto en el Valle. La organización me dio el nombre del camarada que había de ponerme en contacto. Este era un tal Lejarazu, perteneciente al Partido Comunista, ya que la J. S. U. no existía en el Valle de los Caídos. Precisamente una de las tareas que se me encomendaban era la creación de las mismas. Advirtiéndome del serio peligro que corría con este trabajo, porque cuantos camaradas lo habían intentado, habían sido descubiertos y mandados a la cárcel con la correspondiente anotación en sus expedientes, de notas desfavorables, que le impedían volver a salir o redimir pena por el trabajo.”
Como vemos el propio protagonista de la historia reconoce sin sonrojo que su ingreso como penado en Cuelgamuros se produce gracias a una recomendación. Tampoco esconde su alegría por este hecho.
En páginas siguientes de la misma obra (122-125), encontramos como Miguel Rodríguez Gutiérrez (en seguida conocido como “Miguelín” por el resto de reclusos de Cuelgamuros), nos narra con todo lujo de detalles como fue su ingreso en Cuelgamuros, en el destacamento penal de Molán, que era el encargado de la construcción del monasterio (lo que hoy es la hospedería). En este relato el protagonista, seguramente sin pretenderlo, derriba buena parte de los mitos y leyendas que rodearon desde entonces y aún hasta nuestros días la construcción del monumento. Nos cuenta su sorpresa ante el agradable ambiente que se respiraba en las obras, de la buena relación entre obreros penados y obreros libres, la riqueza de la alimentación de los obreros (de nuevo presos y libres),de las condiciones de semi-libertad de los penados y de lo más que superficial de las medidas de seguridad en prevención de posibles fugas.
Dejemos una vez más, que sea el propio Miguel el que nos lo cuente a través de la transcripción de las citadas páginas, y que cada uno saque sus propias conclusiones.
“He querido relatar lo anterior antes de proseguir mi narración, de mi llegada y vida en el Valle de los Caídos, no para predisponer el lector, si no para que tenga un conocimiento, del medio en donde van a ser relatados con escrupulosa realidad los hechos que me acontecieron, en la construcción de la ciclópea obra faraónica de la dictadura franquista, y que por azar del destino me convirtió en “EL ULTIMO PRESO DEL VALLE DE LOS CAÍDOS”.
Prosigamos, pues nuestro relato:
Nos habíamos quedado describiendo la mísera oficina del destacamento donde había sido destinado. Decíamos que había una máquina de escribir en el ángulo que formaba la pared con la mesa del Jefe del Destacamento. Otras dos mesas situadas enfrente de esta del Jefe, estaba ocupada por una persona, que cuando entramos en la oficina me presentó el Jefe del Destacamento. Se trataba de un penado que hacía las veces de barbero y escribiente y en cuya compañía me dejó el Jefe, mientras él se introducía por la puerta de la oficina que daba acceso a su vivienda.
Isidro, que así se llamaba el preso, era moreno, de pelo rizado y bien cuidado, me invitó a pasar al barracón de los penados, para mostrármelo. Para pasar a éste había que bajar dos escalones.
El barracón estaba constituido por una sola nave. Al principio y al fondo de las mismas se encontraban las letrinas.
Considero que tendría el barracón unos ocho metros de anchura por unos veinte de largo, por dos cincuenta de altura, rematado por un techo de cielo raso, que cubría la uralita del edificio, constituyendo este frágil techo la “única cámara” que guardaba a los presos de los rigores de la sierra del Guadarrama, en donde en el invierno se alcanzan muchas veces temperaturas de bajo cero.
En las paredes laterales y en el centro de la nave, se hallaban instaladas las literas, donde dormían los reclusos. Las literas constaban de dos pisos, eran de madera, sobre el lecho de las mismas unas cuerdas de tomiza hacían de colchón.
Isidro, mientras me iba mostrando el barracón, conversaba con algunos condenados, que sentados en sus camas, bien, escribían, comían o leían. Al bajar un escalón que había sobre el centro de la nave, en el lateral izquierdo de la oficina, Isidro me asignó el sitio que sería mi dormitorio en la parte superior de la litera.
El sitio me gustó, ya que tenía una ventana —sin rejas, pero con una tela metálica— que dejaba entrar la luz a raudales y daba justamente frente a la roca donde después se elevaría la gigantesca Cruz del Valle de los Caídos.
El sitio también resultaba cómodo, ya que tenía libre acceso a la cama sin tener que pisar sobre la cama del compañero que habitaba el lugar bajo de la litera, como ocurría con el resto de las literas. Como estaba situado en el escalón que formaba el barracón, quería decir que la distancia del suelo a la cama no era superior a ochenta centímetros, como tenía una ventana, la separación entre litera y litera, era aproximadamente de un metro, lo que dejaba un pasillo comodísimo entre ambas, no como ocurría con las otras literas que la separación era justamente para dar paso a una persona no muy gruesa.
Mientras nos hallábamos en estos menesteres, sonó el silbato, como el que usan los árbitros en los partidos de fútbol. Sonando insistentemente, como si el que tocase anunciara el final del partido.
— Vamos a cenar —me dijo Isidro— ese toque que oyes es para ir al comedor.
— No tengo apetito —le repliqué—. Mi familia me ha dado un poco de comida, por lo que comeré aquí sobre mi cama.
—Debes ir obligatoriamente al comedor, ya que allí el guardián efectúa un recuento —me insinuó Isidro.
Así que me fui al comedor acompañado de este penado, primero que conocía en el Destacamento y que me resultaba un tanto antipático. Su dentadura postiza, de no muy antiguo uso, hacía que al hablar mascullara las palabras unido a su tez cetrina y rasgos físicos escuálidos, le daban un carácter serio y agitanado.
Salimos al barracón por la parte posterior del mismo donde habíamos entrado. Un hall con arco de medio punto, separaban el barracón de una vivienda ocupada, por un capataz de la empresa, llamado Paco, y que tan decisivo papel iba a jugar en la fuga de Nicolás Sánchez Albornoz y Manuel Lamana Lamana, que en su momento relataremos.
Una vez en la explanada o calle, torcimos a la mano derecha, pasamos una rinconada, que formaba la vivienda de Paco y Guillermo, el chófer que me había traído desde el cruce de el Jaral, hasta el Destacamento.
Una calle a la derecha, por la que enfilamos hacia el centro de la misma donde se hallaba el comedor.
El comedor era una sala grande, no tanto como el barracón, pero muy bien iluminada, tanto por la luz eléctrica como por ocho ventanales que tenía en su parte derecha.
Las mesas eran tablas corridas, transversales a las naves, que tenían por asiento unos bancos rústicos de madera, hechos con trozos del mismo material.Me acomodé a la entrada, sirviéndome la pared de respaldo. Era pasto de la mirada de todos los presos, que entraban en el comedor o que ya se hallaban sentados en espera de que fuera servida la cena.
Yo también los miraba a ellos, por si entre estos hubiera alguno que yo conociera de otras prisiones. Pero… no, no había ningún conocido.
Entonces me puse a ver si reconocía a mi “contacto”, Lejarazu, que así se llamaba éste, tampoco me era conocido. Quizá dejándome llevar un poco por la fantasía y otro poco por el concepto que yo tenía de los comunistas, podría dibujar en mi mente la figura de éste. Pero no, por mucho que hacía por coordinar, físico, ademanes y comportamientos, no pude descubrir a mi camarada. Tuve que dejarlo todo a las reglas inmutables de la clandestinidad. El sería el que se pondría en contacto conmigo, porque ya tenía conocimiento de mi llegada. Yo no debía preguntar a nadie absolutamente, porque si no lo hacía así descubriría inmediatamente mi identidad ideológica, tanto para los penados, como para los guardianes. Yo tendría que permanecer indiferente a todo, si alguno me preguntaba de que prisión procedía y si conocía a fulanito de tal, yo tendría que decirle que no, aunque lo conociese. No podría prestarme a ser descubierto. Solamente a Lejarazu, cuando se acercara a mí y me dijera la consigna, me “descubriría” a él.
Pronto el comedor se hubo llenado. Observé que todos vestían correctamente, muy pocos llevaban el uniforme de penado. Iban muy bien peinados, sus ropas eran limpias y aseadas, sus rostros afeitados y colorados les daban un aire saludable.
De pronto todos se pusieron en pie, un silencio sustituyó a los murmullos, que antes invadían el comedor. Por la puerta opuesta a la de la entrada, quedaba o comunicaba con la cocina, apareció un guardián cojo, casi calvo, sonriente, con una sonrisa cínica que le cogía de oreja a oreja, que como dos soplillos tenía.
Comenzó el recuento, al llegar a mí me preguntó, si yo era el nuevo, que tal lo había pasado en Yeserías. Bien —le contesté.
Finalizó el recuento. Dio unas palmadas, no sin antes preguntar si alguien había visto a Lejarazu. Una voz del centro le contestó: ¡Lejarazu, se ha quedado en la cama, está enfermo!
Comenzó el reparto de la cena. Esta estaba compuesta por patatas con carne. Tenía buen aspecto y su olor era agradable.
El reparto se hacía por mesas, depositando con un cazo cuanta se solicitaba en el plato que el penado presentaba. Observé, como las botas de vino estaban al orden del día. También me extrañó que muchos penados pidieran comida para su familia, bien en un plato o en otro que exhibían. Es decir, servían hasta dos platos, colmados hasta arriba. Aquello era inaudito para mí. Por lo que pregunté al compañero de mesa a que obedecía esta generosidad. Mi compañero me dijo, que en una vivienda que había frente al barracón, al pie del risco donde se instalaría la Cruz, vivían hasta quince familias de presos, que habían venido a visitarlos de los más diversos lugares de España, pasando junto a estos hasta un mes.
No comprendía muy bien aquello, y como mi compañero, parecía darme pábulo para que le preguntara. Entonces le dije: ¿Quieres explicarme bien todo esto? —Con mucho gusto, me dijo.
Debidamente autorizados, por el Arquitecto-Director de las obras, Pedro Muguruza, del Jefe del Destacamento, don Amos, y del Encargado General de la Empresa Estudios y Construcciones Molán —concesionaria de las obras de construcción del Monasterio, señor Emilio—. Se ha construido una vivienda, que consta de quince habitaciones y una cocina común, para que en ella pueden pernoctar los penados y familiares por espacio de quince días o un mes, cuando son visitados por estos. Dado que aquí en plena sierra, solamente existen edificaciones concernientes a las obras y ninguna de carácter privado. Por lo que las familias en visita no pueden albergarse. Dado que el pueblo más próximo está a ocho o diez kilómetros de aquí resultaría penosísimo el hacer un viaje tan largo y costoso, para sólo permanecer unas horas junto a los presos.
También ha sido autorizado a crear huertos, donde los presos pueden cultivar legumbres, tomates, pepinos, etcétera.
Seguía sin entender nada por mi parte. ¿Cómo era posible aquello que me contaba? Tenía que haber un error. No podía ser, que el preso estuviera pernoctando fuera del recinto carcelario. Durmiendo con su mujer, durmiendo junto a sus hijos. ¡Imposible, decía yo! ¡Este compañero me está tomando el cabello!
Si yo había oído a un obispo en la prisión que “el preso no tiene ni derecho al aire que respira”. ¿Cómo podía ser aquello?
Mi compañero me dijo si quería tomar una copa de vino, en un economato que había contiguo al comedor.
Vamos —le dije—. Iba de sorpresa en sorpresa desde aquella mañana que había abandonado Yeserías. Comenzaba un nuevo mundo para mí. Los límites estrechos de la prisión se habían terminado. Surgía a una nueva vida a la que me sería un tanto difícil el adaptarme. Yo que como había dicho mi abogado defensor, había entrado en la cárcel, niño y casi inocente, salía a la realidad condicionada de la vida, sin experiencia y con unos traumas que me iban a ser muy difíciles el remontar.
Nos fuimos al economato a tomar la copa de vino. El economato con un mostrador en el centro era grande y espacioso. Mesas con banquetas servían a los contertulios, para degustar tanto el vino, como una copa de alcohol o jugar a las cartas.
El ambiente era agradable, me recordaba mucho a la taberna del tío Benito o del tío Isidro, de mi pueblo.
Mi compañero pidió una copa de vino, nos fue servida por una muchacha, llamada Tere, sobrina de Domingo, encargado del economato —también penado—. Mientras nos bebíamos la copa, mi compañero me fue diciendo, que allí también había “libres”. Es decir, hombres que trabajaban en las obras, que vivían en Madrid o pueblos comarcanos con el Destacamento, o que habían estado presos y al salir en libertad, se habían quedado a trabajar allí, por miedo a la represión de que pudieran ser objeto en su pueblo, o por carecer de familiares o trabajo en otros lugares.
La animación era extraordinaria, presos y “libres” conversaban animadamente, las incidencias de la jornada laboral.
Nunca he sido partidario de bares y tabernas. Aquello estaba bien como curiosidad o novedad. Pero nunca sería para mí un lugar de frecuencia.”
Como dato importante hemos de manifestar que a pesar de lo atestiguado por el protagonista de esta clarificadora obra, en el sentido de que el mismo cumplía condena por su pertenencia durante los últimos meses de la guerra y en los años inmediatamente posteriores a la misma a las J.S.U.C (Juventudes Socialistas Unificadas), la realidad que hemos podido descubrir y contrastar es que el realidad Miguel Rodríguez Gutiérrez, en realidad cumplía condena por el horrible delito de asesinar al hermano falangista de su novia, quien se oponía a la relación amorosa de ésta con Miguel.
Es decir, Miguel Rodríguez Gutiérrez no estuvo en el Valle como preso político, si no como presó común por delito de asesinato.
Miguel Rodríguez Gutiérrez permaneció en las obras del Valle de los Caídos como escribiente de la oficina del destacamento penal de Molán hasta Junio de 1950, cuando se prescindió de la mano de obra penada. Posteriormente trabajó en otro destacamento penal en Fuencarral (Madrid), donde gracias al tiempo redimido en el Valle de los Caídos, consiguió casi inmediatamente la libertad.
Como este caso hay muchos…