El aborto no hace mutis
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Pablo Úrbez Fernández. La realidad del aborto ha salido de nuevo a escena, y este es un hecho que a nadie mínimamente informado le debería resultar ajeno. La compleja obra de teatro titulada “España” prescindió de la cuestión del aborto hasta 1983, momento en el que debutó sobre las tablas del Congreso. Su debut fue apresurado. Como un torrente, emergió desde el lateral izquierdo del escenario. A gran parte del público le pilló por sorpresa. Es más, hay quienes no sabían que estaba anunciado en el cartel.
No fueron difíciles de averiguar, sin embargo, los tintes que adquiriría el drama “España” con la intromisión del aborto. Muy pronto, se tornó en tragedia. Murió un niño, y otro también. Y otro. Lo curioso es que los niños fallecían antes de salir a escena, un gran recurso del director para no escandalizar a los espectadores con la visión de una muerte horrenda. ¿Quién redactó el libreto de la obra? ¿Quién decidió que el aborto añadiría interés al drama, que agradaría al público? ¿Fue idea del director? ¿De los productores? ¿Acaso del propietario del teatro? ¿Quizá de los intérpretes? ¿O fueron los propios espectadores? La paradoja es que todos los españoles somos a la vez actores y parte del público: nuestra actuación determinará el éxito o fracaso de esta obra titulada “España” y, a la vez, observamos desde las butacas la representación del vecino.
Sin embargo, no todos somos productores. No todos decidimos cómo plantear la obra, cuánto costará ni qué objetivo persigue. Son ellos quienes se preguntan si el drama pretende transmitir unos principios o su fin es meramente lucrativo. Son quienes controlan al guionista, quienes gestionan el presupuesto y los últimos responsables de que funcione o no el drama.
La muerte de Franco en 1975 concluyó un acto de forma drástica. Los productores (Fraga, Fernández Miranda, Garrigues y Carrillo, entre otros) empezaron a cavilar qué rumbo tomaría el siguiente acto. Como director, designaron a un joven sin experiencia, de altas ambiciones y presencia de galán: Adolfo Suárez. El propietario del teatro, Juan Carlos de Borbón, dio el visto bueno. De algún modo había que continuar la representación, de lo contrario la sala se clausuraba.
Pronto se vio que los actores no sabían dónde situarse, que la calidad de los decorados disminuía y que cada vez más espontáneos y saboteadores boicoteaban la obra. Ante los silbidos del público, Suárez dimitió. Tal era la mediocridad de lo ofrecido por los intérpretes en aquel momento, que el espectador medio habría aplaudido cualquier brote de originalidad. Y esta llegó. Respaldado por un buen cartel, Felipe González aceptaba dirigir la obra. Prometió a su público una comedia: facilidad y buen humor, libertad y entretenimiento. Puro espectáculo. Con ayuda de los productores (de quienes se distanció Fraga), comenzó a redactar el guion. El libreto carecía totalmente de moralina; su único propósito: contentar al público, es decir, la carcajada carente de sustancia.
Secundado por Alfonso Guerra como ayudante de dirección, González dio instrucciones a sus intérpretes. Ernest Lluch, ministro de sanidad, planteó la despenalización del aborto en enero de 1983, y solo dos años después su propuesta alcanzó la meta. Bordó su interpretación; magistral. Contra las indicaciones de González, hubo personajes que se opusieron a la entrada de esta ley. Para gran parte del público, estos fueron los antagonistas. Les tacharon de retrógrados, de arcaicos, de carcas. Que si pretendían regresar al acto anterior, que si obstaculizaban el avance de la representación… “El espectáculo debe continuar”, afirmaban con tópicos.
Uno a uno, aquellos personajes fueron silenciados. Ellos salieron de escena; el aborto permaneció. El público estaba contento, González triunfaba en las galas y los productores maquinaban un nuevo libreto. ¿Y el propietario del teatro? Accedió a todo; de lo contrario se le vaciaba la sala.
Sentado junto a la masa, siempre continuó existiendo un público culto, exquisito, que entiende del teatro y disfruta de las buenas obras. Pero, ¿qué fue de estos espectadores? ¿No hicieron malas críticas de lo representado sobre el escenario? Hubo quienes callaron y aplaudieron, por temor a que les contradijese el ocupante de la butaca de al lado. Hubo quienes se acostumbraron, quienes a pesar de las reticencias iniciales acabaron viendo con buenos ojos el espectáculo: “es teatro contemporáneo, cuestión de adaptarse”, “esto es lo que triunfa en Europa”, “no podemos anclarnos en los clásicos”… Y hubo quienes se levantaron de la butaca, quienes censuraron que el aborto apareciese en escena, y a quienes el acomodador les invitó a abandonar la sala.
En 1996 finalizó un nuevo acto, y dio comienzo el siguiente. Muchos de los presuntos antagonistas anteriores entraron en escena por el lateral derecho, pero su aparente grado de maldad ya no era tal. De nuevo, el público estaba contento. Los decorados eran cada vez más hermosos, el attrezzo de mayor calidad y las interpretaciones generaban aplausos. El aborto no desapareció; estuvo entre bambalinas, apagado, pero sus efectos se dejaban sentir en cada escena. Murió un niño, y otro también. Y otro. Pero los espectadores ya estaban acostumbrados. Además, resultaba atractivo el giro que dio a la obra el nuevo director, José María Aznar. ¡Incluso se codeaba con los realizadores norteamericanos!
Y continuó otro acto, y otro. El drama “España” no aburrió a nadie, desde luego. Mientras tanto, el aborto continuó detrás de la cortinilla. Sobre las tablas del Congreso no se habló de él, ni hubo personajes que se opusiesen. En un momento dado el aborto entró en escena, cambió de traje y recibió más poderes por parte de Bibiana Aído, una de las musas del entonces director, José Luis Rodríguez Zapatero. La interpretación de Aído fue breve, sobria y aún generó cierta inquietud entre los espectadores. Sin ninguna duda, una actuación soberbia. El público aplaudió. Murió un niño, y otro también. Y otro. Sus madres incluso contaban tal solo 16 años. Tras aquella aparición fugaz, la cuestión del aborto de nuevo se retiró entre bambalinas, quedando fuera del terreno político. A quienes elevaban la voz entre las butacas se les arrastraba fuera, y sobre las tablas nadie condenaba las muertes provocadas por el aborto; nadie.
La pasada Navidad, la realidad del aborto volvió a salir a escena. En esta ocasión, no fue por el lateral izquierdo del escenario. Ahora, asistimos al desarrollo la representación: unos personajes lucharán por mantener el aborto en escena; otros, por minimizar sus efectos sobre los españoles. Hay quienes pretenden arrinconarlo entre bastidores, otros desean situarlo al fondo, e incluso pretenden ocultar sus impactos mediante el juego de luces. Nadie, parece ser, quiere que haga un mutis definitivo.
Una vez más, el público presenciará el espectáculo desde las butacas. Desconozco cómo concluirá el acto. En cambio, sé con certeza qué sucederá si el aborto continúa en escena. Yo no aplaudiré, y tampoco abrazaré el presunto teatro contemporáneo que tanto triunfa en Europa. Me levantaré de la butaca, criticaré al director, recibiré los improperios del individuo sentado a mi lado y un acomodador me arrastrará fuera de la sala.
“¿Qué lograrás con eso?”, me preguntarán. Quizá otro espectador me secunde, o puede que sean dos. Más tarde tres, igual cuatro. Y si la sala se vacía, los productores fracasarán, y mandarán escribir un nuevo libreto. Un libreto en donde el aborto haga mutis, y desaparezca para siempre del escenario. Ese día estaré en primera fila, y alabaré aquella interpretación.
Porque a fin de cuentas, el público ve lo que quiere ver. No siempre es necesario aplaudir: quienes no censuran lo representado en escena también contribuyen a mantener semejante espectáculo.