El amanecé de la madrugá
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Laureano Benítez Grande-Caballero. Amanece en Triana. El Río Guadalquivir lleva en sus espumas saetas de amor, saetas, que mi Sevilla arroja implacable contra los infectos cubiles donde las hordas luciferinas de los coños insumisos han pasado una noche dantesca, carcomidos por la apoteosis católica de mi ciudad y mi España, aullando lastimeramente ante la epopeya de la madrugá.
Y aún les queda soportar el delirio sevillanocatólico del amanecé, que reducirá a escombros las torres de asalto de los costaleros del Señor de las Moscas, que rematará en descabello inmisericorde a los podemitas y Cía. Porque al que madrugá, Dios le amanecé, como dirían los argentinos.
Toda Sevilla, toda España fue una incontenible madrugá cuyas saetas y pasodobles procesionales rompieron sin piedad las copas de la madrugada radikal: copas llenas de iniquidad con las que ofrecen impúdicas libaciones al dios de los coños insumisos, al Príncipe de las Tinieblas, entre vaharadas de azufre que fueron derrotadas, una vez más, por el glorioso incienso que se derramó sobre las calles de mi ciudad y mi Patria.
Madrugá trianera, que explota en la Sevillá, con la Esperanza y la Macarena mecidas en la cuna bética, jaleadas y vitoreadas por la sevillanía; con el Jesús de Pasión corazón adentro; con el Cachorro que hace temblar los cielos al igual que el puente de Triana; con el Gran Poder enseñoreándose del Sevillacrucis con su cósmico silencio…
Sevilla insumisa, España en la calle, haciendo de cada procesión una manifestación contra quienes han enseñado su cornamenta luciferina en su obsesivo afán por entorpecer nuestra Semana Santa; Vírgenes y Cristos que han escracheado los tugurios del inframundo donde las legiones de quemaconventos hicieron sus malignos conciliábulos en contra de la Semana Santa.
Amanecé en Triana. Amanecé que tendría que desembocar en una primaverá, en un cambio climático que produjera el despertar de un pueblo español abotargado al que una siniestra conspiración de plutócratas y luciferinos han llevado a la ignominia de la esclavitud más total. A nosotros, que fuimos un pueblo bizarro, martilleador de herejes, ¿se nos escaparán vivos estos podemitas? ¿Cuándo daremos, por fin, como país, ese grito de «¡A esta es!», que debemos dar para hacer honor a nuestra historia, para darles a entender que no les pasaremos ni una más, que hasta aquí hemos llegado, que estamos muy hartos y que les vamos a dar una madrugá y un amanecé que no olvidarán jamás, gritando aquello de «a galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar», y «a la calle, que ya es hora, de pasearnos a cuerpo».
Sí, «¡A ésta es!», y «¡Al sielo con eya!», para que cuando crean que han asaltado nuestros cielos, se encuentren allí a la Macarena y a la Esperanza, convirtiendo su sueño en tremebunda pesadilla.
Danzad, danzad, malditos, que no tenéis madrugá, sino pesadillas; que no tenéis amanecé, sino resaca de tamborradas celestiales en las puertas de vuestros antros; que no tenéis ni Triana ni Sevilla, sino una Babilonia hedionda de sulfuro y escoria; que no tenéis España, sino pantanos de Walpurgis donde íncubos y súcubos os han robado el alma y la eternidad.
«¡A ésta es!»… Es la hora de la españolá, un delirio de madreselvas e incienso que desde las calles sube hasta los balcones de la radikalía; una marea desbordante que arrasa con sus acordes y sus silencios penitenciales las blasfemas cofradías de Belcebú, que invade los infiernos con un amanecé como jamás vieron los siglos.
«Quien con infantes pernocta, excrementado alborea», dice el refrán. Y viceversa: «Si España madrugá, amanecida alborea».