El imperio de lo políticamente correcto es rematadamente cursi
Manuel Parra Celaya. El imperio de lo políticamente correcto es, por encima de todo, rematadamente cursi, tanto cuando se ejerce desde el dogmatismo de la izquierda como cuando responde a los complejos de la insegura derecha. Lo políticamente correcto adolece, también, de puritanismo, con reminiscencias de Ejército de Salvación y de comparsa de Damas Sufragistas, al unísono; sus mohínes, dengues y remilgos de escándalo ante la disidencia son dignos de dramón decimonónico, aunque, en su fuero interno, se correspondan más con secretos licenciosos de los salones de la Pompadour.
Lo que no acepta jamás lo políticamente correcto es su propia parodia, el que lo tomen a risa; quizás por eso le quieren quitar la calle a Pedro Muñoz Seca, además de por el pecadillo de dejarse matar en Paracuellos; aunque la risa proceda de un humor inteligente (Jardiel sería gustosamente fusilado por las feministas) o de una suave sátira, a lo Alfonso Paso (que hace muchos años que está silenciado y olvidado por razones políticas).
Porque lo políticamente correcto, con su cursilería, su puritanismo y su falta de sentido del humor, todo se lo toma por la tremenda. Aquí, en España (de momento, sigámosla llamando así), ni Sánchez ni Iglesias esbozan más sonrisas que las de conejo; tampoco Rajoy, a pesar de ser gallego, porque, como se ha demostrado, es digno representante de una dercha que debería pasar por el diván de psicoanalista, al haber colaborado en el asesinato de sus padre putativo y pretender amores con aquella I Restauración canovista, como madrasta y referente, al modo que la izquierda lo hacía con la versión Frente Popular de la II República.
Pero en todos los sitios cuecen habas, y no vamos a pretender tener la patente por estos pagos de cursilería, puritanismo y gravedad; así, en Roma, hace pocas semanas, fueron encajonados literalmente los desnudos clásicos, no fueran a suscitar la lascivia oriental del Sr. Rohani; para esa Alianza de Civilizaciones a la italiana, eran impúdicos y se dictó su ocultación, como la de tantas otras cosas.
Por paradojas de lo políticamente correcto, aquí no se consideran impúdicas, por ejemplo, las fotos de una señora con alta cargo en el Ayuntamiento de Barcelona orinando, a calzón quitado, en medio de las calles europeas. Tampoco son impúdicos, por seguir con los ejemplos, ni los uniformes progres de los podemitas ni los impecables trajes de otras formaciones, aunque oculten los dineros sucios de la corrupción; esta, por sí misma, tampoco es impúdica, salvo cuando se utiliza para zarandear al adversario ante las cámaras de la televisión; en versión autonómica y nacionalista, uniformes progres e impecables cortes, presuntamente corruptos, suelen darse la mano, sin mencionar la impudicia del tres por ciento, los paraísos fiscales y otras cosillas sin importancia. A un servidor le agrada, por supuesto, la belleza de los desnudos clásicos y le dan repelús todos los otros aspectos señalados de los unos y de los otros, o, al decir de Unamuno de los hunos y de los otros.
Este asunto de los desnudos me ha traído a la memoria una anécdota de José Antonio Primo de Rivera, quien, al preguntársele dónde se podrían reunir con cierta seguridad ante la persecución de que eran objeto los falangistas, respondió que en el Museo de Bellas Artes, porque los muchachos de izquierda no saben que existe y, para los de derecha, es pecado ver diosas de escayola desnudas.
Ha llovido mucho desde entonces, y estoy seguro de que muchos chicos de izquierdas saben dónde están los museos –aunque procedan de la E.S.O.- y no para todos los de derechas, ni mucho menos, la contemplación de Afrodita o de Palas en porretas les va a obstaculizar el camino del cielo, por lo menos ese que pretende escalar Pablo Iglesias, sea en cordada con Sánchez o en solitario.
Sea como sea, consiga Sánchez su investidura, con o sin el apoyo de Podemos, o haya que volver a las urnas, seguiremos bajo la dictadura de lo políticamente correcto, porque ningún político del tiempo presente –que yo sepa- aspira a esa España alegre y faldicorta (es decir, minifaldera), sin corrupciones, puritanismos, cursilerías y cutreces, del Sr. Primo de Rivera. Por eso, sigue estando en las listas negras.