El OUT, un paso atrás en la historia
Manuel Parra Celaya. Todos sabemos que una constante británica ha sido impedir que ninguna nación del Continente –ese que quedaba aislado cuando se imponía la niebla en el Canal de la Mancha- alzara la cabeza un palmo por encima de su Imperio; eso ha venido ocurriendo desde antiguo, y España, Francia y Alemania pueden dar, sucesivamente, fe de ello. Pero también se han venido dando otras constantes, igualmente lamentables, entre europeos continentales, como la manía de franceses y alemanes de zurrarse periódicamente, y esas han sido felizmente superadas.
El referéndum a favor del brexit ha mostrado, de forma inequívoca, las profundas divisiones en la sociedad británica –territoriales, sociales, económicas y generacionales-, pero no distintas ni de más calado que las que se mantienen en otras naciones de la Unión Europea; también se ha puesto de manifiesto la casi paridad de opiniones entre el in y el out, pero igualmente sucede esto más acá de Calais; las unanimidades siempre son sospechosas, máxime en épocas de construcción de algo nuevo y sugerente, de poiesis, en su sentido etimológico de creación, y la tendencia actual hacia una Europa unida puede calificarse, todo lo paradójicamente que se quiera, como una búsqueda de una poesía que promete, armonizadora, frente a la poesía que destruye, que es la de los nacionalismos de toda laya.
Y aquí no está de más recordar la frase de nuestro Eugenio d´Ors: Todo nacionalismo es, en el fondo, un separatismo; la extensión no importa. Porque el señor Cameron ha estado empeñado, y lo ha conseguido, en abrir la caja de Pandora de los nacionalismos; ya se ha encontrado con la respuesta en Escocia, Irlanda y en el mismo Londres, pero, además, ha llenado de expectativas a los euroescépticos de todas las naciones y a todos los aberrantes nacionalismos identitarios y secesionistas dentro de estas. No se había enterado, al parecer, de que las grandes fundaciones de la historia nunca han respondido al un hombre, un voto, pues de lo contrario aún serían los clanes familiares y las tribus los modos permanentemente inestables de convivencia entre los grupos humanos.
La humanidad tiende, como ley inexorable, hacia la formación de unidades cada vez más amplias; esta es la fuerza progresista, mientras que los retrocesos en esta tendencia unitaria han representado la fuerza reaccionaria. Los dos vectores siempre están a la greña. La consecución del Estado-Nación –y no olvidemos que España fue la primera en este logro- fue un avance excelente en la historia, pero, en nuestros días, casi todos coincidimos en que sus posibilidades están a punto de agotarse, como lo estuvieron, en la Baja Edad Media, los reinos de carácter patrimonial.
Además, las tendencias unitarias siempre vienen espoleadas por la existencia de un enemigo externo y común, y no hace falta discurrir mucho para advertir que ese adversario, hoy en día, amenaza con su piqueta lo mismo a la Abadía de Westminster y el té de los cinco que a la Catedral de Milán o al Museo del Prado. La espiral abierta de la historia –nunca una circunferencia cerrada en sí misma- funciona a base de la concepción de unidades de destino, no de homogeneidades raciales, lingüísticas o costumbristas; y esa espiral se vislumbraba, acaso lejanamente, en el horizonte y el sueño de una Europa de todos y para todos; claro que, para continuar su diseño prometedor, no bastaba la economía neoliberal, la moneda única y la cicatería de Bruselas, sino que debía tener, como fundamentos axiológicos una Cultura –Clasicismo y Cristianismo como bases- y un proyecto sugestivo de vida y proyección en el resto del mundo.
Nadie pedía a los británicos que dejaran de serlo, como nadie pedirá nunca a los españoles que se olviden de España; pero al igual que nuestra patria se justificó por tener una visión de universalidad, es Europa ahora la expectativa de esos aires nuevos, con o sin la revisión y superación del Tratado de Lisboa como paso intermedio e imperfecto. No, no han sido consecuentes los votantes a favor del brexit con la concepción clásica del patriotismo inglés, ese tan admirado por José Antonio Primo de Rivera. Han confundido los términos y elegido, simplemente, el camino de un nacionalismo, tanto estrecho de mitas como todos.
A pesar del permanente litigio sobre Gibraltar, uno no es anglófobo en absoluto; quizás por aquella admiración mencionada por lo clásico, quizás por sus lecturas juveniles de Richmal Chrompton, Chesterton, Agatha Christie o Kipling… Creo que se han equivocado en la elección, empezando por el premier dimisionario e imprudente; creo que se equivoca aquella teoría que pone en juego los conceptos permanentes de razón a tomas de decisión de mayorías o minorías. Como español y, por tanto, como europeo, deseo de todo corazón que rectifiquen los británicos y encuentren su papel en una Europa, también rectificada convenientemente en su camino de unidad.