El semáforo ya está permanentemente en verde para ellos: y siempre en rojo para los catalanes que nos sentimos españoles
Manuel Parra Celaya. En mi artículo de la semana anterior, atendí a lo trascendente y tiré por elevación; reflexioné en voz alta -aunque sosegado, como dije- y me centré en las últimas y más profundas razones del hecho. Hoy, por el contrario, aunque persiste la serenidad, me he propuesto reírme de lo acontecido en el carnaval callejero-policíaco de la escapada de Puigdemont; primero, porque la vis cómica es siempre más saludable al cuerpo y al espíritu, y, segundo, por intentar evitar que otros se rían de mí, tal como lo están haciendo con muchos conciudadanos.
Me dicen que la culpa de que se escabullera el prófugo de esa Operación Jaula, que, con tanta previsión y abundancia de medios, organizaron los Mossos d´Esquadra la tuvo un semáforo que, de forma lamentable, se puso en rojo en el momento más álgido de la persecución, que prometía emular a las vibrantes películas del agente OO7 en sus arriesgadas misiones.
Como es natural, los agentes de la policía autonómica, para dar ejemplo de civismo al resto de conductores, frenaron ante la señal y, compungidos, contemplaron cómo el vehículo perseguido se perdía en la lejanía y en el tráfago circulatorio barcelonés.
Claro que la noticia no es segura, porque ya han circulado y siguen circulando múltiples versiones del supuesto fracaso, que ha servido de comidilla a todas las cadenas televisivas, de regocijo a casi todo el planeta, de vergüenza a quienes siguen creyendo en eso del Estado de Derecho y, a la postre -y esto es lo más importante- para tranquilidad del Sr. Sánchez y de su hombre en La Habana, quiero decir en la Plaza de San Jaime, el Sr. Illa, al que ya empiezan a comparar con Búster Keaton por su expresividad en el solemne acto que lo entronizó como president. Si siguen las investigaciones (es un decir), seguro que serán amonestados un par de agentes de los Mossos que cumplían la tarea asignada, pero ninguna cúpula temblará, por supuesto.
Pero, aceptada la versión del semáforo en rojo -y, de paso, pulpo como animal de compañía- un servidor ha de confesar que, a veces, aun siendo fiel cumplidor de todas las normas al volante, también siente especial incomodo ante determinados semáforos, especialmente por esa peculiaridad de que se encienda un color rojo venga o no a cuento y así lo exija la seguridad de peatones y automovilistas; cuando ejercía mi profesión y me desvivía por llegar puntual a las primeras clases, llegué a maldecir a algún semáforo que me impedía el paso, actitud ilógica que me imagino que también hicieron los esforzados perseguidores del huido, siempre en catalán si tenían a sus jefes al otro lado del teléfono o de la radio.
Por mi parte, cuando por fin me alumbraba el color verde, me tranquilizaba, y entonces mis denuestos iban dirigidos a los programadores del tránsito, que eran quienes movían los hilos (es un decir) de la oportunidad o inoportunidad de la combinación de colores.
En el caso que nos ocupa, se me antoja que también habrá que buscar responsables, no en el inocente semáforo, sino en quienes lo programaron a este y a toda la operación, para que, en enésimo numerito de magia potagia el expresident saliera volando rumbo a su destino, que, a estas alturas, no sabemos si es realmente Waterloo, la Abadía de Montserrat o algún confortable domicilio de la propia ciudad de Barcelona; hay que seguir indagando dónde está Wally…
¿Se imaginan por un momento qué hubiera ocurrido si Puigdemont es detenido justo cuando se está celebrando la sesión de investidura en el Parlament? Los siete votos de Junts que habían apoyado la gobernabilidad de Sánchez hubieran recibido orden de desaparecer a la primera ocasión, con lo cual la caída del Gobierno estaba cantada a poco que se esforzara el melifluo Sr. Feijoo; la feroz guerra civil, ya apuntada ahora, todavía sin sangre, entre las dos fuerzas separatistas hubiera estallado que ríanse ustedes de aquello de Caín y Abel, de las Termópilas y de Balaclava; los hooligans que portaban las carnavaleras caretas del prófugo hubieran incendiado otra vez Barcelona, lo que tampoco tiene gran importancia porque ya sabemos, gracias a la Ley de Amnistía, que aquello no era terrorismo; además, toda esa judicatura de varios países europeos, que tanto nos ama, hubieran llevado al tema a Estrasburgo…
La conclusión que saco, sin muchas elucubraciones, es que los programadores de toda la operación, incluido acaso el pobre semáforo, fueron sumamente hábiles para salvaguardar sus intereses. Entretanto, los ciudadanos, entretenidos con el culebrón que sigue coleando, no se han enterado, por ejemplo, de que los nuevos sueldos de los consellers del Sr. Illa no son precisamente los de un plan de ajuste tan necesario; el motivo es que, como pedía hace años la señora Rahola, si mal no recuerdo, ahora los secesionistas ya tienen las manos en la caja.
El semáforo ya está permanentemente en verde para ellos: y siempre en rojo para los catalanes que nos sentimos españoles. Si Dios no lo remedia.