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Diario YA


 

El temor a lo grotesco

Manuel Parra Celaya. He de reconocer que, de muy pequeñito, me causaban temor los cabezudos y dragones de nuestras fiestas populares; quizás era que veía en ellos algo desaforado y horripilante; como casi todos los niños, temía que del armario o de debajo de la cama me surgieran de noche, espeluznantes adefesios, tales como los de la deliciosa película Monstruos SA, los cuales, sin embargo, tienen su corazoncito y se alimentan del miedo como energía vital.
    Evidentemente, a los pocos años, ya era capaz de distinguir entre el cartón-piedra y la realidad, la fealdad y el peligro, pero siempre me ha quedado una especie de repelús adulto hacia lo grotesco, a pesar de ser un empedernido lector de Valle-Inclán; no obstante, mis preferencias van hacia el tipo de humor jardeliano o codornicesco, lo que me proporciona abrigo ante los acontecimientos políticos y los lógicos sobresaltos.
    Parece que, en el aquí y ahora de España, impera por lo general un temor cercano al de mis pesadillas infantiles, especialmente a raíz de la constitución de algunos consistorios tras las pasadas elecciones; digo algunos porque en otros casos municipales y autonómicos sí existe un peligro real, como es el caso de Navarra, donde se ha levantado la veda de la euskerización. Pero no quiero centrarme en estos casos, que pueden llegar a rozar lo históricamente trágico, sino a aquellos en que predomina –con todas las prevenciones posibles- el esperpentismo y lo grotesco.
    Me refiero a los primeros síntomas detectados de nepotismo en quienes, teóricamente, iban a representar un valladar contra antiguas prácticas limítrofes con la corrupción; me refiero a las curiosas orientaciones –quizás producto de una incontinencia verbal- acerca de que a lo mejor se deben desobedecer aquellas leyes que están en contradicción con el sentir de alguna alcaldesa; me refiero a los curiosos personajes que van a gestionar las diversas áreas ciudadanas, y sus costumbres y usos, como esa señorita barcelonesa, que se define como postpornógrafa, cuya afición parece que era hacer ostentación de sus bragas (con perdón) por diversos escenarios europeos, amén de otras costumbres que atañían incluso a la salubridad de calles y plazas; me refiero a los /las asaltacapillas; me refiero  a quienes, en los actos de toma de posesión de los vencedores, levantan amenazadoramente el puño e insultan a las autoridades militares que cumplían con el protocolo de asistir a dichos eventos…
    Pero, francamente, esa tropa no me inspira miedo y sí el repelús mencionado hacia lo zafio y lo grotesco que he mantenido en mi subconsciente desde la infancia; posiblemente, representarán un desdoro para sus ciudades, un paso más en el vacío de valores,  problemas en lo económico, en el orden y la convivencia ciudadana de nuestras villas, pero en peores garitas hemos montado guardia y, como dice el poeta no hay mal que cien años dure ni gobierno que perdure.
    No, no me da miedo el sincorbatismo como uniforme de concejales o consejeros; forma parte de la inspiración valleinclanesca llevada a la actualidad. Me causan temor, en cambio, quienes pueden aprovechar la situación, manejar los hilos tras los decorados o quienes aspirar a sacar tajada del circo municipal. Me preocupa, por ejemplo, que el Sr. Mas –impecable en su atuendo- prosiga su hoja de ruta ante la dejación o indiferencia de otros no menos impecables encorbatados; me preocupan las decisiones esenciales sobre el futuro de España que se puedan adoptar dentro o fuera de nuestras fronteras y a las que son ajenos los votos de simpatía, de ignorancia o de castigo de los ciudadanos españoles.
    Lo grotesco puede ser lo anecdótico y lo pasajero, y, en ocasiones, fuente inagotable de chascarrillos ciudadanos; lo serio, en cambio, pertenece al terreno de la categoría y su gravedad y riesgo pueden estar enfundados en un traje de buen corte italiano y una corbata de seda en consonancia.
 

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