En la memoria colectiva
Juan Carlos Blanco. Todos hemos soñado en algún momento que nos encontrábamos a bordo del Pequod, siguiendo las instrucciones del capitán Ahab, sufriendo las embestidas del mar furioso sobre la cubierta, dedicados a la persecución enloquecida del cachalote inmenso, Moby Dick como objetivo único. Todos hemos formado parte en alguna ocasión de la banda de salteadores y fugitivos que se ocultaban en compañía de Robin de Locksley en el bosque de Sherwood, allá donde las tropas del falso rey no podían encontrarnos ni rechazar apenas nuestras acometidas, el entramado vegetal haciendo de parapeto óptimo. Hemos asaltado fortalezas inexpugnables por la fuerza de nuestras insuficientes armas, dejando como rúbrica inconfundible la flecha negra que siempre portábamos en el carcaj apretado. Las orillas del Neva recorridas una vez tras otra en las crudas noches de invierno, neviscando el cielo de manera sesgada y profusa, la claridad escasa de la población destacando al fondo. Los pasos dubitativos de Castorp convirtiéndose en nuestros propios pasos, con Settembrini a un lado, las cumbres suizas configurando un escenario a todas luces reconfortante, dejándonos arrastrar por la embriaguez muy lúcida en que terminaba adentrándose siempre el italiano enjuto que reflexionaba en voz alta, como regalo inmenso a quien quisiera escucharle, su auditorio supuesto al que nunca defrauda.
Hemos asistido en ocasiones reiteradas a los infortunios dispares de Gabriel Araceli, que por mucho que medraba no prosperaba, a sus comienzos inciertos y a sus descalabros y al miedo pintado en sus ojos y en los ojos de los demás marineros alistados por la fuerza y que se aterraban con el chasquido de la madera al saltar por los aires, el cabeceo brusco del Santísima Trinidad ejerciendo de penúltimo escollo. El fallecimiento del padre de Edmundo Dantes en condiciones precarias, cómo no asombrarse durante largo tiempo al conocer la situación en que se encontraba al final de sus días, demasiado orgulloso y demasiado honesto como para mendigar un mendrugo de pan a quienes le habían despojado de todo, de sus esperanzas y de sus mejores presagios, la convicción de que no todo se puede comprar ni vender y que siempre resta un reducto postrero donde guarecer el alma.
Todos hemos soñado en algún momento que nos encontrábamos en la compañía de muchos de los héroes literarios que conforman la esencia misma de la que estamos hechos, que observábamos sus pasos tan descollantes y que lo hacíamos a una distancia exigua que nos permitía calibrarlo todo en su justa medida, siendo casi protagonistas o compartiendo el protagonismo de las muchas acciones con ellos, con D‘Artagnan o el eminente Athos, Castorp o Settembrini, Ignacio Morel, Robert Jordan, Raskolnikov o Peyrol el pirata. “Los vecinos de las villas empuñaban siempre sus armas contra los ladrones, los lobos y los lacayos, muchas veces contra los señores y los hugonotes, y algunas contra el rey, Pero nunca contra el cardenal ni los españoles”.
Los ahorcados de Andreiev levantando la vista por última vez antes de someterse al juicio definitivo, y así encontrándose nuestras miradas, el deambular contrito de sus ojos oscuros clavándose en las pupilas de quienes se encontraran más cerca, sus rostros pétreos provocando la conmiseración plena de propios y extraños, por más que fueran culpables de los delitos que ardorosamente les apuntaban, las manos temblorosas y los resquemores antiguos que se lograban atisbar en su piel cerúlea, por completo abatidos, envejecidos de pronto, próximos a exhalar el último soplo de aire.
Y así con infinidad de sucesos, y digo bien, sucesos. Que prevalecen frente a las demás circunstancias y que toman corporeidad y que se vuelven tangibles al anidar con tamaña insistencia en el interior de nuestro pensamiento, regresando una vez tras otra al lugar de privilegio que sin dudarlo les concedemos, como si no pudiéramos oponernos apenas y nos rindiéramos a la violencia con que siempre regresan. Twitter: @jcbge