EXISTENCIALISMO POLÍTICO
Manuel Parra Celaya.
No nos engañemos: lo que está en juego en estos momentos no es una alternancia o turno de partidos en el poder ni una interpretación, más o menos fraudulenta, de la Constitución vigente, sino un debate abierto sobre la propia existencia de España, esa que niegan rotundamente los separatismos y que permanece como una nebulosa maleable en la mente de una parte de los españoles abducidos por los vaivenes ideológicos.
Esta situación no es actual, sino que viene de lejos (es español el que no puede ser otra cosa, decía Cánovas socarronamente) y deja a la nación como un borrador inseguro cada cierto tiempo; el motivo es que esta mirada pierde de vista un aspecto fundamental: la esencia de España, que, en una justa interpretación, justifica aquella existencia controvertida para algunos. La razón estriba en que no nos adentramos en la metahistoria (sí en la historia para tergiversarla, cuando no se oculta y desconoce), ni la política -ese arte de lo posible- se fundamenta en la metapolítica.
En el fondo subyace una visión relativista y materialista (de cepa liberal o marxista, según los casos) de la convivencia humana y del valor de la suprageneracionalidad. Los políticos de esta democracia coinciden en una suerte de existencialismo, amparada y supeditada a los intereses de partido o a los compromisos adquiridos con las fuerzas globalizadoras. Del mismo modo que el existencialismo filosófico aplicado a las personas, este existencialismo político provoca, en unos, el desasosiego por existir y, en otros, la náusea; al modo de Sartre, la vida nacional no tiene sentido a priori y los valores no son otra cosa que el sentido que cada partido quiera darle; la libertad para ello es absoluta; como dijo Ratzinger en referencia a las tesis existencialistas, “la medida del hombre es su poder, no su ser, mi el bien ni el mal”, pero, en nuestro caso, aplicado a la vida de las naciones.
Los políticos suelen centrar los problemas en el ordenamiento jurídico, en la oportunidad de tal o cual medida, y, en el mejor de los casos, si esta conviene a la existencia, pero nunca a la esencia. El Estado en sus manos deja de ser un instrumento al servicio de la esencia nacional, con una tarea bifronte: satisfacer las necesidades de la población y afirmar a España en el mundo; deviene en un Estado acaparador, totalitario en este sentido, pues, en lugar de responder a una lógica histórica e intrahistórica, se convierte en Absoluto, en el Leviatán, que se autojustifica; no es integrador, sino parcial, de parte, de los que apoyan la contingencia política de cada momento.
Hace unos años quise profundizar en la aplicación del personalismo a los entes nacionales; me basaba en el origen aristotélico de la condición humana (ser social) y en la glosa que al respecto nos legó el filósofo Adolfo Muñoz Alonso: “El hombre es social en virtud de su naturaleza esencial inmanente y no por gracia o derecho de la socialidad, y su existencia comporta una relación con otros seres, y de forma inmediata y visible con los demás hombres”. Si sustituimos la palabra hombre por la de nación, el resultado es ese personalismo colectivo, en cuanto “la nación no es una realidad geográfica, ni étnica, ni lingüística; es sencillamente una unidad histórica”, ya que “un agregado de hombres sobre un trozo de tierra solo es nación si lo es en función de la universalidad, si cumple un destino propio en la historia” (J.A. Primo de Rivera).
Frente a esta concepción personalista y esencialista se alzan los nacionalismos, que son el individualismo de los pueblos, y las tesis colectivistas amorfas de la Globalización. Debemos hablar, por tanto, de la esencia de una determinada nación, en nuestro caso, España, que es el fundamento y razón de ser de su existencia. De este modo, podemos afirmar que España es una preverdad, no sujeta como tal a cuestionamientos de partido o de ideología; una vez asumido este carácter, es cuando son legítimas las diversas posturas, alternativas o discursos de cómo materializar esta esencialidad en un momento dado de la historia, en una determinada circunstancia.
Y ¿cuál es la esencia de España? Debemos respondernos que la que se configuró como una determinada postura entre las demás naciones, que fue la que justificó su existencia como nación. Creo que la opción verdadera es evocar que hizo prevalecer los valores del espíritu, de la cultura y del humanismo: la afirmación de los valores de la dignidad, la libertad y la igualdad esencial de todos los hombres, sin distinción de razas o de orígenes, y el hecho de que llevó este mensaje -inequívocamente cristiano- a todos los pueblos que la fueron integrando a lo largo de los siglos. Añado que este mensaje es rigurosamente actual, a fuer de permanente, porque está encuadrado en los valores también cristianos y occidentales frente a las deformaciones que nos invaden, las de una falsa antropología y las de una ética malformada y enfermiza.
Todo lo que se aparte de esta interpretación esencialista, como preverdad, y se quiera centrar en una pura dimensión existencialista es un puro vagamundear entre el conjunto de pueblos y nunca estará España segura de sí misma.
Lo mismo podría decirse de Europa, esa que quiero concebir en mi imaginario como un orteguiano proyecto sugestivo de vida en común; también, si algún día llega a configurarse como patria común de todos los europeos, debe mirar por su esencialidad como paso previo a su existencia y dejar de estar sometida a los vaivenes existencialistas de las distintas fuerzas ideológicas que la constriñen actualmente.