FUNDAMENTALISMO CONSTITUCIONAL
Manuel Parra Celaya.
Me llegó la información de que Albert Rivera -el verdadero derrotado en la moción de censura, como dije en un artículo anterior- ha hecho unas declaraciones por radio en las que se muestra partidario de ilegalizar la Fundación Francisco Franco y, de paso, a todas aquellas fundaciones o asociaciones que vayan en contra de la Constitución.
No estuvo muy afortunado el líder de Ciudadanos en sus opiniones, pues, en primer lugar, se alinea en el coro de ingenieros, inquisidores y cómplices de la memoria histórica de marras, que, a él y a su partido, teóricamente propugnadores de una regeneración democrática y partidarios entusiastas de mirar al futuro, ni les va ni les viene esa operación de odio y revanchismo absurdos, salvo que medien instrucciones superiores de esas que denuncian los llamados conspiranoicos. En segundo lugar, sus palabras pueden, o encerrar una obviedad o representar una perfecta estupidez. Aclararé estas afirmaciones.
Una Constitución es, por definición, una ley de leyes, el ordenamiento superior de un Estado, a la que deben estar supeditadas, en tanto sea vigente, todo el resto de las leyes, así como las instituciones, asociaciones, grupos y personas.
¿Qué significa estar en contra de la Constitución? ¿Expresar un desacuerdo con alguno de sus enunciados? Evidentemente, no, porque, de considerarse esto un delito, se estaría conculcando paradójicamente uno de los preceptos constitucionales contenidos en la llamada parta dogmática y proveniente de la Declaración Universal de Derechos del Hombre: la libertad de expresión.
Estar en contra no significa, pues, nada. Otra cosa es desobedecerla, en tanto ley a la que se supedita todo el andamiaje del Derecho positivo nacional. ¿Desobedece la Fundación Francisco Franco la Constitución vigente? ¿De qué modo lo ha hecho? Lo dudamos mucho, en tanto que entre sus objetivos el primordial parece ser ofrecer una versión de una etapa de la reciente historia de España, versión con la que se puede estar de acuerdo o en desacuerdo -allá el papel de los historiadores más que de los políticos-, pero que, en todo caso, queda resguardada en su expresión por aquella libertad de expresión consagrada en el texto constitucional y en las declaraciones internacionales.
¿Propugnar una reforma de la Constitución en el sentido que sea es desobedecerla? Menos aun, porque, de ser punible esta postura, estarían inmersos en este delito todos y cada uno de los partidos y personas que aspiran a una mejora del redactado y del contenido de la actual, empezando por el propio partido de Ciudadanos.
Las Constituciones, mientras están en vigor, por supuesto, deben ser acatadas, como el resto de las leyes, pero no están eximidas de crítica; imagínense que yo manifiesto mi disconformidad, por ejemplo, con la redacción o el contenido de determinado artículo del Código de la Circulación, pero, cuando estoy al volante, soy un observante escrupuloso de la norma que contiene; ¿seria denunciable, por mi opinión, para la pareja de la Guardia Civil de carretera?
Todas las leyes son perfeccionables y revisables, y propugnar su transformación o sustitución o expresar el desacuerdo con alguno de sus redactados no puede ser considerado punible en ningún caso. Otra cosa es la desobediencia u oponerse con acciones concretas que la impliquen, tal como han venido haciendo todos los partidos separatistas, que han comenzado desoyendo el principio de la unidad de España en la que se basa, precisamente, la Constitución. Y ahí siguen, sin que nadie los ilegalice…
Muchos españoles hemos vivido bajo dos ordenamientos constitucionales: la constituida por las siete Leyes Fundamentales del Régimen anterior (que eran una llamada constitución abierta, tan abierta fue borrada con aquella Ley de reforma política de los propios franquistas) y la del 78, actualmente vigente. A las dos hemos prestado obediencia, sin dejar de tener nuestras opiniones sobre los contenidos de ambas; aquellas me parecieron muy mejorables en mi juventud y esta, desde mi madurez, por supuesto que también. Como ciudadano español, acaté ambos textos, pero mi opinión no me la quitaba ni me la quita nadie. Lo ridículo es la proclamación de unas lealtades inquebrantables a unos textos legales, que no son la Biblia precisamente; todos sabemos dónde van a parar estos fervorines cuando cambia la tortilla y cómo se han podido pasar por el arco de triunfo promesas o juramentos al respecto por mera conveniencia personal.
No, no ha estado nada afortunado Albert Rivera -político al que, por otra parte, reconozco el mérito de su valor para defender la unidad de España en Cataluña- al sumarse al anatema contra la Fundación Francisco Franco; diagnostico que adolece de fundamentalismo constitucional, enfermedad que trajo a España José M.ª Aznar, importada de la Alemania inficionada por la Escuela de Frankfurt, y que, entre sus síntomas, reduce el patriotismo a un puro texto legal, en vez de ser una identificación intelectual y sentimental con toda una historia, un acicate para mejorar el presente y una promesa para el futuro de nuestros descendientes.
De imponerse ese criterio de ilegalización del discrepante, nos encontraríamos, curiosamente, en un sistema de totalitarismo democrático, más difícil de definir políticamente que el Régimen personal, llamado dictadura constituyente y de desarrollo (Carvajal), cuya memoria guarda la Fundación objeto de las pesadillas del Sr. Rivera.