IGUAL QUE AQUÍ; He sentido envidia en el encuentro anual de los antiguos soldados alpinos
Manuel Parra Celaya. Acabo de regresar de Italia, concretamente de Asti, donde he tenido la alegría de participar en los actos de la Adunata, multitudinario encuentro anual de los antiguos soldados alpinos, que ha conseguido triplicar la población de esta bella ciudad del Piamonte. Y ha sido allí en concreto donde, en constante examen de conciencia, he descubierto que soy terriblemente propenso a la envidia.
En efecto, he sentido envidia al contemplar como miles y miles de personas, de todos los estamentos sociales, procedencias geográficas y posiblemente opiniones políticas diferentes en lo accesorio se reconocían como ciudadanos entusiastas de una única nación sin fisuras y se hermanaban en cánticos y alegría. Igual que aquí.
He sentido envidia al escuchar el Himno Nacional italiano cantado al unísono por toda la población y los visitantes; voces de ancianos, jóvenes, mujeres y niños, estos últimos con el aprendizaje fresco de sus escuelas. Exactamente igual que en España.
He sentido envidia al comprobar la plena identificación de la sociedad civil italiana –incluyendo numerosos sacerdotes, que todo hay que decirlo- con su Ejército, y el orgullo de los antiguos alpini al llevar el capelo con la pluma en sus cabezas en todo momento. Igual que entre nosotros. He sentido envidia al escuchar la algazara y el bullicio de un acontecimiento nacional y al experimentar también el absoluto y respetuoso silencio cuando sonaba el toque de oración por los caídos, por todos los caídos sin excepción. Lo mismo ocurre aquí.
He sentido envidia al oír la alocución del alcalde de la población en la que se hacía un panegírico de los soldaditos que protegen la paz, la unidad y el orden en el territorio italiano y defienden –textualmente en las palabras del síndico- los valores de nuestra civilización cristiana y europea en las misiones internacionales encomendadas. Lo mismo que en nuestros municipios.
He sentido envidia al reconocer los vínculos de camaradería entre personas que no se conocían entre ellas, pero se sentían identificadas en unos valores comunes de civilidad, italianidad, servicio y milicia, en una tradición ininterrumpida de generaciones. Lo mismito que en estos lares. He sentido envidia al descubrir que conocen, desde niños, y asumen su historia completa, y se sienten orgullosos de ellas, con sus luces y sus sombras; y en esa historia se hermanan veteranos y jóvenes. Claro, no hay diferencia con lo que aquí ocurre.
He sentido envidia al asistir a una Eucaristía en la Catedral de Asti abarrotada, donde se ha rezado la Plegaria del Alpino por todos los difuntos y se ha entonado la canción a la Señora de las Cimas; recodé entonces aquel proverbio chino que rezaba “cuando las escaleras de los templos estén gastadas y las de los juzgados sin usar es que está bien gobernado un imperio”.
La envidia se ha entrelazado con la emoción cuando se han izado las banderas del territorio, de Italia y la europea, con la corona de estrellas de la Virgen de la catedral de Estrasburgo; y me he sentido, más que nunca, ciudadano español y ciudadano europeo, de una Europa unida, no solo por la economía y el comercio, sino también por unos valores, unas creencias y una ilusión de futuro. Y daban fe de ello las delegaciones extranjeras invitadas a la Adunata: francesa, alemana, eslovena, suiza, búlgara…, y española.
Y la emoción ha crecido de grado cuando, a nuestro paso por las calles de Asti, el pueblo del Piamonte vitoreaba a voz en grito a España; y cuando las muestras de simpatía se concretaban en francos abrazos al reconocernos como españoles. Me he reencontrado, en suma, con un viejo ideal: el del patriotismo en alegría y unidad, que es sueño en las mentes de unos cuantos y, a la vez, pesadilla en la evidencia de la España que nos ha tocado vivir. Pues ya lo saben ustedes: me confieso envidioso. Me he colmado de envidia. De sana y santa envidia.