INQUIETUD POR EUROPA
Manuel Parra Celaya Del mismo modo que cada mañana podemos despertarnos con el sobresalto de si seguirá existiendo España en su integridad, también lo hacemos ahora con la inquietud de si seguiremos siendo ciudadanos de Europa o la historia, una vez más, habrá dado una vuelta atrás, respondiendo al eón de Babel y despreciando el eón de Roma.
En efecto, el nuevo Presidente de los E.E.U.U. elogia el brexit de sus primos británicos, augura con complacencia nuevas deserciones de la Unión Europea y menosprecia a la OTAN, precisamente cuando más falta hace una defensa global de nuestra civilización frente a la barbarie; no extrañan sus declaraciones desde su posición: constituye una estrategia, desde que el mundo es mundo, de cualquier imperio pretender la ausencia de otros competidores en el mapa terráqueo, o bien aliarse con otros más lejanos y dispares, siempre procurando a la larga el predominio del propio.
Hasta aquí, todo forma parte del guion…, y uno deja a los expertos en política internacional los sesudos análisis sobre las verdaderas dimensiones de estas palabras, así como el estudio de los elementos que pueden empujar a tomar decisiones al respecto a los diversos Estados de la Unión. Todo eso pertenece al estricto mundo de la política, fuera de mi alcance y de mis modestas entendederas; prefiero poner mi punto de mira en lo metapolítico o en una filosofía de la historia, por una parte, y en lo sociológico, es decir, en las personas, por la otra. Y en ambos puntos fijo los extremos de mi inquietud por Europa. Hace pocos días me decía un amigo que una cosa es Europa y otra, Bruselas; cierto, y no seré yo quien levante una lanza por defender unas determinadas estructuras -que considero meros pasos experimentales para otras más eficaces-, ni unas leyes y normas emanadas de aquellas, ni, mucho menos, una serie de improntas ideológicas que pretenden inspirar a los habitantes de nuestro Viejo Continente.
Por el contrario, soy el primer crítico de esa arrogancia del Norte hacia el Sur, de una errática política de inmigración, de una inexistente política de natalidad -reputo ambas de suicidas- y de la preponderancia de lo financiero sobre lo espiritual; abomino, en suma, del abandono de las verdaderas raíces europeas por parte de la Europa oficial. Sin embargo, todas estas críticas -y más acaso- podrían formularse con justicia con respecto a nuestro ámbito doméstico, el regido por el Estado español, y no por ello es lícita la actitud del desapego, de la huida, de la separación al modo de nuestros nacionalismos soberanistas, o la de la indiferencia frente al presente ingrato y el futuro problemático.
Alguien dijo hace tiempo amamos a España porque no nos gusta; no se refería, claro está, a la belleza de un paisaje, de un arte, de una tradición cultural, sino a las imperfecciones de sus estructuras y modos, de su abulia y de su injusticia; como en el maestro Ortega, a la dicotomía entre una España oficial y una España real; o, mejor, a la aspiración de que la norma de la España metafísica se impusiera sobre la mediocridad de la física. Era una consigna de perfección y un explícito rechazo a la complacencia con la fealdad.
Pues bien, ¿no es posible trasladar al concepto de Europa ese patriotismo crítico y perfectivo, en una generosa vuelta en la espiral abierta de la historia, sin necesidad de que la incipiente curva trazada desde la Unión Europea se disuelva de nuevo en círculos estancos? Como puede observar el lector, ya he sobrepasado lo estrictamente político para dar paso al terreno de lo metapolítico en mi inquietud. En cuanto a lo que he llamado ámbito sociológico, me expresaré quizás de forma más sencilla: me resisto a dejar de hermanarme con el preocupado padre de familia francés, con el alegre veterano del Ejército italiano, con el profesor jubilado alemán, con el cabreado usuario del metro de Ámsterdam…, todos ellos ciudadanos de Europa como yo y, posiblemente con idéntico sentido crítico hacia la burocracia de Bruselas, hacia el fracaso de unos sistemas educativos, hacia criterios de vulgaridad impuestas por doquier, hacia leyes injustas…
Ya no es España el problema y Europa la solución. Ambas son problemáticas en la fidelidad a sus respectivas raíces y en su unidad, causas del sobresalto diario y la inquietud permanente. Y en la razón de ser de las dos -en esa metafísica de lo político y en esa sencillez de sus gentes- está también la solución.