La España del cascabel y el gato
Laureano Benitez. Han vuelto. Nos la tenían jurada desde el 31, pues en aquel tiempo ya habían inscrito nuestros nombres en sus listas rojas, mientras desencadenaba sus infiernos con sus Terminators y sus Aliens, ahítos de bolchevismo, obsesivamente laicos, que cayeron sobre España con sus 10 plagas devastadoras. Pero encontraron enfrente a un pueblo en pie, dispuesto a defender su Patria, su religión, sus valores y su historia, que barricada a barricada detuvo la marea roja, que cara a la muerte no le tembló el pulso, que metro a metro expulsó a sus legiones hacia las heladas estepas de las que provenían.
Por entonces éramos un pueblo valeroso, un pueblo blanco henchido de valores e ideales, un pueblo azul que miraba al cielo de nuestra historia y a los trascendentes océanos que habían forjado nuestra patria. Han vuelto, pero ya no somos los mismos. Golpe a golpe, voto a voto, se van apoderando de tejados y espadañas, de escaños y tuits, de emisoras y periódicos, de salones y tertulias, esparciendo por todas partes su ominosa ponzoña, sus amenazas fascistas, sus mentiras populistas.
Son un pueblo negro hecho para el luto, que, con palabras de Lorca, quieren hundirnos en un mar de llanto. Pero ya no somos los mismos, ya no tienen enfrente a un pueblo gallardo, valeroso, dispuesto a dejarse las uñas y los dientes en la defensa de sus valores y tradiciones. Ya no somos ni blancos ni azules: somos el pueblo pardo, aquel enjambre de moscas que ―en un capítulo del libro «El bosque animado» de Wenceslao Fernández Flores― conspiran por apoderarse del mundo bajo las órdenes de su líder Hu-Hu, que las arenga animándolas a la sublevación general. Y lo podrían conseguir, si no fuera porque, nada más terminar la asamblea conspiradora, ninguna se acuerda de lo que se había dicho en ella.
Así somos, y así nos va: conspiramos en las terrazas cerveceras, chismorreamos contra la crítica situación de España, murmuramos proponiendo mil y una medida para acabar con la chusma de radicales y secesionistas, pataleamos aparentemente insurrectos en cafeterías y despachos, nos quejamos amargamente en las redes sociales de la destrucción de nuestra Patria, nuestra tradición y nuestra historia, jugamos a ser Daoíz y Velarde, amagamos con echarnos al monte al estilo Empecinado, todo adobado con gestos mesiánicos, con estudiada indignación. Mas luego, cuando estamos sin auditorio, cuando se nos pasa la fiebre patriótica, se nos olvida todo, nos convertimos en borregos listos para el pastoreo del fútbol, la telebasura y el consumismo de los centros comerciales, patéticos rumiantes que sólo buscan un poco de sol, una brizna de hierba y un aprisco donde sentir la seguridad del rebaño.
Han vuelto. Se han dado cuenta de que estamos ya maduros para el luto y el llanto, de que muy pocos moverán sus dedos para la defensa colectiva, anegados como estamos en un mar de pasotismo, comodidad y cobardía. Se han dado cuenta de que tienen enfrente a una España ladradora, y poco mordedora; de que nadie se va a atrever a poner cascabeles a sus perros salvajes, a sus orcos desencadenados. Pero no es de extrañar la falta de pulso que tenemos ahora en España.
Es el resultado de una política malignamente planificada por la izquierda, obedeciendo las consignas del globalismo, del Club Bildelberg ―que busca acabar con nosotros desde el año 76, en represalia por haber sido el brazo armado del catolicismo durante toda nuestra historia―, cuyo objetivo es arrasar nuestra identidad nacional destruyendo la cohesión social, los valores y tradiciones que mantienen unida a nuestra colectividad.
Ha sido fácil: en el 36 no había drogas, ni botellones, ni genocidios abortistas, ni telebasura, ni medios de comunicación implacablemente manipuladores adormeciendo la conciencia de los españoles, ni atronadores consumismos, ni pornografía barata, ni existía todavía el sexo horriblemente trivializado con el que se quiere alienar a la población para adormecerla y debilitarla, para que no pensemos en la soga que nos están poniendo en el cuello. Éramos además un pueblo creyente, y ahora el laicismo atroz lo barrió todo.
Sí: éramos un pueblo blanco y azul, dispuesto a marchar en columna, agitando nuestras banderas y estandartes, defendiendo nuestra fe, nuestra historia, nuestros valores, nuestra España. Ahora somos el pueblo pardo, un pueblo de moscas ni siquiera cojoneras, de conspiradores de salón y establo: el pueblo Hu-Hu.