La Pontificia Academia para la Vida como fuente inestimable de doctrina
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Javier Paredes. El 25 de febrero de 2002 la Academia Pontificia para la vida celebró una asamblea general, de cuyo comunicado final nos vamos a ocupar hoy. Por esta razón el protagonista del día es Juan de Dios Vial Correa, presidente de esta institución pontificia en dicha ocasión.
La Pontificia Academia para la Vida fue instituida por Juan Pablo II mediante el Motu Proprio Vitae Mysterium[] del 11 de febrero de 1994. Su primer Presidente fue el profesor Jérôme Lejeune, que falleció poco después, en abril de 1994. Le sucedió el médico chileno Juan de Dios Vial Correa, que contó siempre con la inestimable ayuda de uno de los grandes de la Bioética como es el cardenal Elio Sgreccia, que fue vicepresidente durante el mandato del médico y chileno y presidente desde el 3 de enero de 2005 al 17 de junio de 2008. A Sgreccia le sucedió Rino Fisichella hasta el 30 de junio del 2010, fecha desde la que ocupa este cargo hasta la actualidad el español Ignacio Carrasco de Paula. Entre los miembros del consejo directivo de dicha Academia figura la española Mónica López Barahona. La también española Elena Postigo pertenece a dicha Academia; la profesora Elena Postigo es discípula de Sgrecia bajo cuya dirección hizo su tesis doctoral.
La Pontificia Academia para la Vida es una fuente inestimable de doctrina, que orienta maravillosamente la actuación de los católicos en la vida pública. Un ejemplo de ello es el documento emitido tras la Asamblea general que se celebró el 25 de febrero de 2002. Cuando se habla tan poco de ley natural y moral objetiva, porque su legítimo espacio ha sido invadido por el consenso, este documento en uno de sus párrafos afirma lo siguiente:
“Las exigencias que pertenecen a la ley moral natural, como demuestra claramente la historia de los pueblos, deben ser reconocidas y protegidas en la vida social a través del derecho. En este sentido, se puede hablar de "derecho natural", con las consiguientes codificaciones legislativas, cuyos fundamentos no residen en un mero acto de voluntad humana, sino en la misma naturaleza y dignidad de la persona.
Por esta razón, en la historia del derecho, casi constantemente hasta fines del siglo XVIII, los derechos fundamentales del hombre fueron considerados inviolables e innegociables, y por tanto quedaban a salvo de la arbitrariedad de cualquier pacto social o del consenso de la mayoría.
Por el contrario, sucesivamente, se asiste a un cambio progresivo, marcado por una exasperada reivindicación del derecho a la libertad individual, por el que muchas formas de atentados contra la vida naciente y en fase terminal "presentan caracteres nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de "delito" y a asumir paradójicamente el de "derecho"" (Evangelium vitae, 11). Una parte de la opinión pública, partiendo de ese presupuesto, considera incluso que el Estado no sólo debe renunciar a castigar esos actos, sino que debe garantizar su práctica libre, también con el apoyo de sus instituciones.
Frente a esos cambios, entre todos los derechos fundamentales del hombre, "la Iglesia católica reivindica para todo ser humano el derecho a la vida como derecho primario. Lo hace en nombre de la verdad del hombre y en defensa de su libertad, que no puede subsistir sin el respeto a la vida. La Iglesia afirma el derecho a la vida de todo ser humano inocente y en todo momento de su existencia. La distinción que se sugiere a veces en algunos documentos internacionales entre "ser humano" y "persona humana", para reconocer luego el derecho a la vida y a la integridad física sólo a la persona ya nacida, es una distinción artificial sin fundamento científico ni filosófico: todo ser humano, desde su concepción y hasta su muerte natural, posee el derecho inviolable a la vida y merece todo el respeto debido a la persona humana (cf. Donum vitae, 1)"