LA VENTANA INDISCRETA
Manuel Parra Celaya.
Frente a mi domicilio barcelonés se alza un Instituto de Secundaria. De este modo, me es dado contemplar desde la ventana las entradas y salidas de clase, avisadas por un timbre poco estridente para mí, e incluso los gestos de algún profesor en su aula. Durante los duros meses de encierro del año pasado, al vacío de las calles se unía la tristeza de los pupitres vacíos, con un silencio inusual, deprimente y casi inquietante, por la ausencia de voces alegres o de actitudes aplicadas. Ahora, se ha vuelto a cierta normalidad…con mascarillas, eso sí.
¿Nostalgia? Algo de eso habrá, pues es inevitable no dejar de sentirla y arrumbar en un trastero de la memoria cuarenta años entregados a la docencia. Pero la realidad debe imponerse y mis preguntas interiores van por otro camino: ¿qué están aprendiendo esos chavales?, ¿qué tipo de formación estarán recibiendo que les prepare para sus vidas de adultos y como miembros de unas colectividades históricas que se llaman España y Europa?
Posiblemente -no hay que dudarlo- ellos dominarán las técnicas de la Electrónica y de la Informática, a años luz de la preparación de las anteriores generaciones, y no digamos de la mía; pero siempre me han quedado grabadas al respecto unas palabras de mi recordado profesor de Bachillerato D. Guillermo Díaz-Plaja: ¡Ay del profesional que carezca de la información necesaria para su trabajo, pero ay del ser humano que carezca de formación! De forma que mis dudas van por otro camino.
Pienso, junto en los alumnos, en mis colegas actuales, sometidos al imperio de la llamada secta pedagógica (Ricardo Moreno), que les atosiga con una jerga inextricable, y a las veleidades de los políticos, que van instaurando Leyes Educativas una tras otra, como churros, a discreción de las ideas del partido turnante en el Poder. Seguro que ellos, esos mis colegas en activo, están dotados de una excelente intención, de una preparación solvente en sus materias y de profesionalidad sin duda, pero, entre sensaciones de depresión galopante, algunos están deseosos de tirar la toalla y buscarse un puesto de trabajo menos estresante, lejos de alumnos despreocupados, de papás o mamás irritantes y consentidoras y de Administraciones educativas agobiantes, cuando no demenciales.
Pienso también que muchos niños y niñas que se sientan en las aulas de España estarán sometidos, velis nolis, a las deformaciones inherentes a la teoría del género, a los inapelables códigos LGTBI o al culto a la Pachamama del Ecologismo Radical. Y, en cuanto a la transmisión de conocimientos, ¿qué historia van a conocer? ¿La de los manuales pasados por el tamiz de la censura o francamente tendenciosos que imponen los separatistas de aquí o los progresistas del Ministerio Celáa? Así, no es extraño que salgan profesionales obtusos, como una presentadora de televisión que el otro día afirmaba que, en el 2 de mayo, se homenajea a los caídos madrileños alzados contra las tropas de Franco (¡).
Y, si Dios no lo remedia, se seguirá predicando en algunas aulas el relativismo de valores, que llevará a los futuros adultos a ser unos completos nihilistas; que, en la misma línea, crecerán los niños y niñas sin el menor asomo de la idea de España e, incluso, atesorando el odio, salvo que, en la trastienda de sus hogares familiares, tengan a quienes, contra viento y marea, contrarresten las malas influencias.
Reconozco que muchos de estos pensamientos caen de lleno en el pesimismo, y mi natural se levanta ipso facto contra ellos. Veo ahora a esos alumnos estrenando su pubertad con risas y gestos animosos, como siempre ha sido desde que el mundo es mundo a pesar de los pseudopedagogos y de los políticos de turno; con los problemas de la edad, claro, con sus enamoramientos fugaces, con la alegría de vivir que amplía generosamente este mayo recién estrenado, Y veo a los profesores, y distingo entre ellos a los entusiastas vocacionales, que seguro no contribuirán a las deformaciones educativas que impone el Sistema.
Mira por dónde, no voy a tener más remedio que darle la razón a Carlos Marx y, sobre todo, a su díscolo discípulo Antonio Gramsci: todo el problema está en la superestructura, implantada a golpe de urna y de chanchullo por las oligarquías políticas. El problema no estriba en el material humano, profesores y alumnos, ni en el ejercicio de la docencia, ni en novedosas teorías educativas (Los experimentos, con gaseosa, decía Eugenio d´Ors), sino en la interferencia que representan las ideologías que se han adueñado de los parlamentos y gobiernos, del común de la calle que no piensa y, por tanto, de las aulas de estudio.
Y el remedio recibe el nombre de guerra cultural, pero vamos a rebajar la carga del vocablo (para no contribuir a la atmosfera de guerracivilismo que nos han traído algunos personajes públicos) y le llamaremos conflicto. Este envite debe partir del reconocimiento de la dignidad de todo ser humano, y de su libertad, sin condicionamientos ideológicos que impongan las versiones oficiales sobre el pasado o el presente; y este reconocimiento debe partir del derecho a la libertad religiosa y a las expectativas humanas hacia su dimensión trascendente; y, desde allí, a las naturales nociones de tipo antropológico y ético, hoy deformadas.
Los criterios de objetividad científica y de verdad de las categorías permanentes de razón vienen por añadidura; junto a ellos, el desarrollo del pensamiento crítico, indispensable en todo ciudadano que aspire a vivir, el día de mañana, en una sociedad verdaderamente democrática.
Siento no poder ahora -otra vez la maldita nostalgia profesional- estar en primera línea de aula, como lo he estado años atrás, sino en la reserva. Por ello, desde mi ventana indiscreta, siempre abierta para la algazara del alumnado de mi Instituto vecino, insto a los lectores a que contribuyan, cada uno en su medida y lugar, a devolver el sentido profundo de la educación a los españolitos de las aulas.