LOS BUENOS DESEOS DE UN ABUELO
Manuel Parra Celaya.
No sé si he contado a los lectores que, en poco tiempo, dos de mis hijos me han hecho feliz abuelo de sendas criaturas. En estos momentos, junto a la natural alegría, no puedo dejar de hacer volar mi imaginación y preguntarme en qué España y en qué mundo despertarán de sus sueños infantiles.
Lo mismo me ocurrió cuando nacieron mis hijos, y ya entonces tuve que vencer un -llamémosle- moderado realismo y dejar prevalecer altas cotas de optimismo, que ahora califico de desbordadas. Creo que me equivoqué y echo la culpa al lógico entusiasmo de la paternidad recién estrenada; ahora, años después, me veo en la misma tesitura, pero, qué remedio, se vuelve a imponer lo ilusionante y esperanzador, sobre todo, por mi inaccesibilidad al desaliento, imposible de borrar a pesar de las circunstancias.
Empezando por lo más anecdótico y reciente en las noticias, me gustaría que mis nietos supieran, por ejemplo, quiénes fueron Gravina, Churruca y Cervera, y los supieran situar en su momento y en sus heroicos hechos; para ello, mucho deberían cambiar los criterios en la Enseñanza y en los currículos escolares, y, por otra parte, los ciudadanos tendrían que haber elegido mejor a sus alcaldes y no promocionar a un idiota (Pérez-Reverte dixit), como el de Palma de Mallorca, que ha llevado a los tres almirantes a los dominios históricos del franquismo, o como la alcaldesa de mi sufrida Barcelona, que reputó de fascista al último de ellos.
Ascendiendo en la escala de los despropósitos de hoy, quisiera que mis nietos pudieran sentirse naturalmente catalanes y, por tanto, españoles; y también, ciudadanos europeos; y, a la vez, profundamente arraigados en la cultura hispánica. Dicho en román paladino: que los separatistas y nacionalistas de toda laya se hubieran ido al cuerno o hubieran despertado de su mediocridad y de sus egoísmos tribales y etnicistas, para abrirse a la universalidad como constante de la historia, que, por cierto, poco o nada tiene que ver con la globalización.
No hay ni que decir que desearía que vivieran en una sociedad más justa y equitativa -no igualitarista-, en la que su trabajo fuera apreciado en la dignidad que le corresponde como atributo humano y no formando parte de un odioso y omnipotente Marcado, o considerado como moneda de compraventa; y entendieran que ese trabajo, además de ser un medio lícito de autorrealización y satisfacción de sus necesidades, es una aportación personal a la empresa común, y no un objeto en manos de la especulación financiera; por supuesto, ojalá que mis nietos nunca tengan que guardar tanda ante las oficinas de desempleo ni mucho menos en las llamadas colas del hambre…
Anhelo que mis nietos habiten una España que no sea el hazmerreír del resto de las naciones de su entorno; que los políticos que la rijan en ese momento se sientan llamados a ejercer su tarea como servicio al bien común y no como lucrativa profesión; que esos políticos entonces no dependan de esas máquinas de empoderamiento personal llamadas partidos, sino que los elegidos respondan ante los electores, que, a su vez, los hayan encumbrado al poder por sus méritos y no por el infame mecanismo de la demagogia o por ocultos intereses de trastienda; que puedan respirar en una existencia verdaderamente democrática, en una España unida, en paz y convivencia, sin banderías enfrentadas e irreconciliables.
Puestos a las ilusiones por lo mejor, que quedara desterrada de la sociedad en que vivan mis nietos la grosería, el insulto soez y barriobajero, porque la educación, la moralidad y la cultura se hubieran adueñado de calles y Parlamentos y presidieran tanto lo público como lo privado; es decir, que mis nietos no tengan que avergonzarse de ser ciudadanos españoles al ver un telediario o abrir las páginas de un periódico.
Evidentemente, me gustaría que mis nietos vivieran de forma consecuente su religiosidad, preferentemente ante los altares y no en los conciliábulos de sacristías, y que encontraran buenos guías espirituales, que no confundieran los púlpitos con atriles de mitin callejero y predicaran al Cristo verdadero.
Para que todos estos buenos deseos lleguen a su cumplimiento faltan muchos años, es verdad, y esfuerzos; pero no desespero de poder comprobar su cumplimiento, ya sea desde una ancianidad respetable y respetada -por favor, sin eutanasia- o desde la Eternidad prometida. Por ello, de momento, mis apetencias en lo inmediato se limitan a que vayan creciendo en edad, conocimiento y alegría; por lo menos, con ciertas semejanzas a las que tuvieron sus padres y sus propios abuelos; que tengan dignos maestros y profesores en las aulas, sin olvidar frecuentar esa escuela sin paredes que es la naturaleza y la actividad al aire libre; que compaginen un recto uso de las tecnologías innovadoras y necesarias con el placer de ascender una montaña o de dormir en un vivac con las estrellas como techo.
En fin, quizás se trate de quimeras de un abuelo, de ensueños o quizás de formas de proyección de las propias apetencias; en todo caso, como un deseo que engloba el resto, que sean ellos mismos, es decir, que su personalidad no pueda ser frustrada por una reducción a miembros individualistas de un rebaño, pastoreado por quienes nunca han sido capaces de soñar y procurar lo mejor para sus descendientes.