Los españoles hemos sido objetos de una ingeniería social
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Manuel Parra Celaya. Los españoles hemos sido objetos –y nunca mejor empleado el término- de una maquiavélica operación de los expertos de la ingeniería social para hacernos olvidar nuestra historia, cuando no para menospreciarla o recibirla fraccionada o tergiversada.
Acontecimientos y personajes que, en otras naciones, hubieran sido atendidas con interés o especial atención han desaparecido aquí por el escotillón de los planes de estudio y de las aulas; hágase la prueba comparando los conocimientos sobre su pasado colectivo de un escolar británico, francés o norteamericano, pongamos por caso, con los de un alumno de nuestra ESO, que suele desconocer, ya no la datación aproximada, sino la especial significación que tuvieron las Navas de Tolosa, Lepanto o el asesinato del general Prim. En unos casos, puede atribuirse a la malhadada cesión de las competencias educativas a las Comunidades Autónomas en manos nacionalistas; en otras, a los efectos de un sectarismo de partido o, simplemente, a la desidia interesada.
Con todo, hay temas que, aunque no figuren en el currículo escolar, han resistido este barrido de nuestra historia y uno de ellos es la figura de José Antonio Primo de Rivera, que parece cobrar más actualidad a medida que avanzamos en el siglo XXI. El número de obras sobre él editadas en los últimos tiempos supera con mucho al del que existía a disposición del público durante el régimen anterior; y, por supuesto, el interés actual por el personaje no tiene parangón con el que se demuestra hacia quienes compartieron con él cierto protagonismo histórico en aquellos años.
Así, en este primer trimestre de 2015 se han expuesto en las librerías dos libros más: Rosas de plomo, de Jesús Cotta Lobato, sobre la amistad del Fundador de la Falange y el poeta Federico García Lorca, y Las últimas horas de José Antonio, de José Mª Zavala, que fue entrevistado por Iker Jiménez, ante las cámaras de IV Milenio, y por Carlos Herrera en Onda Cero. Además, va por la tercera edición El último José Antonio, de Francisco Torres. A esta obra impresa podemos sumar el al parecer próximo estreno del musical Mi princesa roja, de Álvaro Sáenz de Heredia en un céntrico teatro madrileño.
Un simple análisis del mercado desmiente de antemano que mis palabras representen un panegírico propagandístico –que sería legítimo pero sin duda pasado por alto por los lectores en aras de la objetividad- pues es evidente que ni editores ni empresarios teatrales se mueven por asomo alguno de romanticismo.
Como tampoco se movía por romanticismo el propio Primo de Rivera, y quizás esté en ello una de las claves de la persistencia del interés del público por su persona, a los casi ochenta años de su fusilamiento en Alicante; por el contrario, tanto su biografía como su pensamiento pueden inscribirse dentro de los cánones del más sólido clasicismo, como reconoció Eugenio d´Ors al otorgarle el título de novecentista.
Otra razón puede estribar en sus sólidas creencias católicas, que dan fundamento a toda su teoría, recordándonos aquello que afirmaron personajes tan dispares como Proudhon y Balmes de que toda política descansa, en el fondo, sobre lo religioso; José Antonio fue consecuente, en su vida y en su muerte, con su credo, lo que no puede dejar de extrañar en momentos de relativismo y de nihilismo. Por supuesto, un motivo de atracción está en sus ideas de transformación radical de estructuras sociales y económicas que reputaba –como lo siguen haciendo muchos ciudadanos de hoy- de injustas.
Tampoco se pueden descartar las sólidas fuentes en que bebió en busca del rigor intelectual para sus planteamientos, lo que, unido a su brillante base jurídica profesional, le hizo merecedor del elogio de propios y extraños; citar a los primeros podría resultar reiterativo, no así los segundos: Abad de Santillán, Manuel Azaña, José Bergamín, Santiago Carrillo, Rosa Chancel, Buenaventura Durruti, Largo Caballero, Mª Teresa León, Madariaga, Martínez Barrio, Ian Gibson, Stanley G. Payne, Hugh Thomas, Paul Preston…
Para no alargarme, permítanme citar dos buenas frases sobre el personaje. La primera, de Javier Reverte: “Su retrato personal continúa siendo un enigma que, tal vez, nunca llegará a aclararse”; posiblemente, el excelente periodista y novelista dispondrá ahora de más datos…La segunda, del maestro Enrique de Aguinaga, que, en sutil paradoja, le atribuye el “fracasar con éxito”: fracasar por no haber evitado una guerra civil; fracasar por no haber conseguido en la práctica la síntesis de los valores necesarios de la derecha y de la izquierda; fracasar por no haber visto cumplido su ensueño de “armonizar al hombre con su entorno”. Esperemos que, por lo menos, no fracasara en el deseo expuesto en las últimas líneas de su Testamento: “Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles”.