Los hábitos ciudadanos
Manuel Parra Celaya. Anécdota vivida en un AVE: una familia acaba sus bocadillos y refrescos y deposita los desperdicios en una bolsa de plástico; llegan a su estación de destino y la niña pregunta a su madre: “¿Qué hacemos con esto?” Respuesta: “Déjalo, ya lo recogerán los empleados, que para algo están”.
La escena me produjo un dejá vu de otros similares vividos innumerables veces con alumnos de Secundaria: “Por favor, recoge ese papel”. “¡No es mío, yo no he tirado!”. “Ya lo sé (sea o no cierto)… te digo que lo recojas para que no vivamos en el colegio entre basuras”. “¡Para algo les pagan a las señoras de la limpieza…!
No importa la extracción social ni el lugar: la coincidencia del gesto –elevado a hábito social y bendecido por los progenitores, como se demuestra en el primer ejemplo y he comprobado tantas veces en los segundos- es total: ya habrá otros (empleados de la RENFE, señoras de la limpieza…), siempre inferiores a nosotros, que correrán con un trabajo que les podríamos haber ahorrado con la sencillez que implica acercarse a la papelera más próxima.
La actitud indicada, en su dimensión individual, tiene varios calificativos: individualismo egoísta; también, insolidaridad. Elevada a dimensiones colectivas, refleja alguna de las características que Ortega atribuía al hombre-masa: no exigirse más que los demás y sentirse a gusto siendo y actuando como lo hace todo el mundo. Es producto de un cierto desprecio hacia quienes consideramos por debajo en el escalafón social y de una tremenda falta de autodisciplina o disciplina autónoma e interior, consecuencia de que no ha existido una dosis necesaria de disciplina heterónoma a exterior en la educación.
Por último y en consecuencia, sin alambicar más, evidencia un total desconocimiento de lo que constituyen las bases de ese valor olvidado que se llamaba servicio. No, no me voy a referir solo al extinto Servicio Militar, ese que Aznar borró del horizonte de los jóvenes españoles y que, al constar en la Constitución, quedó, jurídicamente, “en suspensión”; son tantos los artículos de la Carta Magna que, de facto, han adquirido esta categoría que uno no sabe a qué atenerse en cuanto a su vigencia… Aludo al servicio en general, a esa actitud que consiste en prestar tu ayuda o tus fuerzas a alguien o a algo sin esperar nada a cambio.
En lenguaje políticamente correcto, puede parecerse al término voluntariado, del que se distingue, no obstante, porque el servicio, más que un gesto filantrópico, espontáneo y aislado, con fecha de caducidad, es una conducta permanente, un hábito que forma parte de una forma de ser. Achacamos a los políticos su afición a mirar por sus intereses o los de su partido, en desdoro de los de la comunidad, y es cierto; pero, en nuestras críticas, no caemos en la cuenta de que los elegidos responden al patrón de los electores; dicho de otro modo: los que los han votado suelen estar bien representados.
No por repetido y sobradamente conocido, me sigue chocando ese hábito insolidario de la familia del tren o de aquellos alumnos; y molestando como educador y como español. Quizás porque, desde pequeño le enseñaron a uno aquello del vale quien sirve o la vocación de servicio, que, entonces, se plasmaba en cargar con el macuto del compañero cansado o en dedicar festivos a la limpieza de fuentes y otros parajes, en operación defensa de la naturaleza, y eso que aún no se habían inventado los ecologistas…
Me imagino que para todos los que pasaron por las filas del verdadero escultismo o por las de la Organización Juvenil Española –como es mi caso- aquellas actividades y aquellos gestos derivaron, mediante el aprendizaje, en hábitos saludables de por vida. Habría que dedicar una buena parte del tiempo en las aulas, y en los espacios televisivos que constituyen esa educación informal más decisiva que la escolar, a predicar a niños y padres el valor del servicio; no estaría de más traer a traer a la actualidad aquella frase que decía “solo se alcanza dignidad humana cuando se sirve”, que creo que es de un tal José Antonio Primo de Rivera. O, sin ir más lejos, en la reprimenda que Cristo echó a sus discípulos con aquello de “el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir”. Con perdón de los laicistas.