Luis Suárez detalla "lo que Europa debe a España"
Luis Suárez. 21 de febrero.
¿De qué queremos hablar este año? ¿De la organización del Estado? Pero ¿a qué Estado nos estamos refiriendo? Porque el gran problema que en nuestros días se plantea es: hay España o no hay España. La respuesta positiva y negativa son igualmente legítimas. En cierta ocasión, don Marcelino Menéndez y Pelayo escribió una frase contundente: «España, martillo de herejes, luz de Trento, cuna de San Ignacio, esta es nuestra grandeza y nuestra unidad, no tenemos otra. El día que volvamos a perderla volveremos a la época de los arévacos o de los vetones, o lo que es peor...». Esto, efectivamente, se ha cumplido.
Nosotros hoy, hablo de los españoles en general, estamos rechazando lo que fuera la esencia de España durante muchos siglos: su cristianismo, es decir, su concepción de la persona humana, lo que desde un punto de vista cristiano, significa dos cosas paralelas y complementarias. De un lado la existencia de unos derechos naturales humanos que no son el resultado de un convenio, de un contrato social o de algo semejante, sino que son el resultado de la naturaleza que Dios ha querido establecer en el hombre. Y esos derechos naturales, definidos el año 1346, son tres: vida, propiedad y libertad. Y es indudable que los tres derechos, hoy, ya no son respetados. La vida es manipulada y se está preparando una ley que permita de alguna manera destruir aquellas vidas que no son útiles o que puede llegar a ser una carga pesada para las necesidades del Estado.
Respecto a la libertad, no hay más que ver la prensa y los medios de comunicación: están absolutamente supeditados a un orden de valores sobre el cual se dice que hemos de creer.
En cuanto a la propiedad, es parte del Estado. La última noticia que tenemos es que ciertos alcaldes han pedido a sus policías municipales que deben aumentar el número de multas para resolver la deuda que los ayuntamientos tienen.
Por otra parte, esa concepción cristiana acerca de la persona humana reconoce que el ser humano está dotado de dos cualidades fundamentales: el libre albedrío que no es independencia; libertad no es hacer cada uno lo que le dé la gana, sino que es la responsabilidad que viene del deber y del acomodo a la verdad -porque sólo la verdad puede hacernos libres-; y la capacidad intelectual para un conocimiento racional que no se detiene en la materia, sino que llega también al espíritu y también a los conceptos especulativos. Nosotros podemos llegar a conocer mucho de las estrellas, sin duda alguna, pero también podemos llegar a conocer qué es lo bello, qué es lo bueno, qué es lo justo, sin lo cual todo eso desaparece.
Pues hoy, españa, ha abandonado todo este modo de pensar, y a cambio de eso estamos en una situación que a los medievalistas nos recuerda, de manera extraordinaria, lo que fue el sistema de los reinos de taifas. Es curioso. Además, permítanme decir algo que quizá moleste a algunos. Los taifas son la consecuencia de un sistema autoritario previo que no fue capaz, desde Almanzor, de presentar una acción para el futuro que fuera acomodada a las circunstancias que Europa iba a vivir. Y nosotros probablemente somos también la consecuencia de ese sistema.
Por esta razón voy a comenzar estas «Conversaciones del valle», que hacen ya el número quince, con una pregunta: ¿Qué fue España? Recientemente una editorial me ha pedido prepare un libro, que ya estoy tratando de llevar adelante, sobre el tema de qué es lo que Europa debe a España. Cuando uno empieza a reflexionar sobre el particular, se lleva las grandes sorpresas. ¿Qué debe Europa a España? Primero le debe el número cero; después le debe el primer estatuto jurídico que anula la servidumbre; le debe la creación del sistema parlamentario; le debe la ordenación de la monarquía como un pacto entre rey y reino -pacto sinalagmático-, basado en el deber que ambos tienen -rey y reino- para el cumplimiento y obediencia de las leyes; le debe el haber roto el horizonte geográfico para hacer del mundo una espléndida unidad; le debe también la salvaguarda de todo lo que fue la reforma católica en donde se defendían los principios a los que aludía al comienzo tomando las frases de don Marcelino Menéndez y Pelayo; le debe el siglo de oro; le debe también algo, en lo que no estamos tan orgullosos pero sin duda tiene mucha importancia, la derrota de Napoleón; y le debe, finalmente, el gran esfuerzo realizado en todo el siglo XIX por los hombres que crearon las generaciones del año 70, del 90, del 98 y después del 30, es decir, una nueva concepción del humanismo sin el cual probablemente muchas de las cosas de Europa no existirían. Pero nos seguimos preguntado: ¿qué es España, cuándo nace España, cómo se desarrolla?
España es un producto de Roma, no cabe duda. Y salvo que pequemos de una ingratitud de la cual pueden pedirnos cuentas, no tenemos más remedio que reconocer que somos romanos hasta la médula. Nuestra lengua es, probablemente, entre las lenguas de Europa, la que se conserva más próxima del latín, haciendo la salvedad del italiano que no es otra cosa que el mismo latín acomodado a un uso ordinario. España debe a Roma el derecho y la organización municipal. Y debe su nombre. Y es curioso, porque cuando llegamos a este punto, qué significa Hispania, los historiadores no tenemos más remedio que responder: no lo sabemos, no tenemos la menor idea de dónde procede el término Hispania. Hace años, Schulten lanzó una teoría muy curiosa -puede que tenga razón, no lo sé- que no podemos comprobar, que lo que significa es «tierra de conejos», en un término fenicio que habría pasado después al hebreo con el nombre de sĕfārad, cuyo nombre se da todavía hoy a una raza de conejos en Israel y no parece que tengan nada que ver con España. El nombre es un nombre romano. Pero ¿qué es lo que Roma descubre? En la Península, que tiene una forma de piel de toro extendida sobre occidente, se da la circunstancia de que es la comunicación extrema del Mediterráneo -más allá sólo queda la Atlántida-, en donde Europa y África se unen como formando una especie de puente. En un momento determinado, ya al final del Imperio, en la época de Diocleciano, los romanos se dan cuenta de que el Imperio no constituye una unidad sólida e irreversible, sino una suma de unos cuantos elementos culturales para los que utilizan un término griego, diócesis, que significa vivir conjuntamente, es decir, costumbres heredadas dentro de las cuales vive una comunidad. Y Diocleciano, al dividir el Imperio en dos, afirma que Occidente está formado por seis de estas diócesis: África, Italia, Hispania, Galia, Britania y Germania. Con el tiempo, una de estas seis naciones desaparece a causa de la invasión musulmana, África, y no vuelve a recuperarse. Pero con las otras cinco ocurre un hecho muy singular y sintomático: sólo dos de ellas, Italia y España, han conservado su nombre; las otras tres lo han modificado para acomodarse a los pueblos conquistadores: anglo-sajones (Inglaterra), franco-salios (Francia) o teutones (Deutschland). ¿Qué quiere decir? No cabe duda, desde el punto de vista de un historiador, que fue en estas dos naciones, Italia y España, donde la herencia romana consiguió persistir con mayor fuerza, con mayor vigor. Es más, en la Edad Media se inventa una leyenda, falsa, pero como todas las leyendas tiene también su importancia: la entrada de los visigodos en España había sido la consecuencia de un pacto, el año 418, en virtud del cual, un emperador transitorio, llamado precisamente Constancio, había entregado al rey de los godos Walia, la legitimidad que venía del Imperio romano. ¿Leyenda? De acuerdo, pero una leyenda que sirve para asentar uno de los fundamentos esenciales de la Hispanidad: los visigodos aceptan el derecho romano. Y desde la época de Eurico, y con mucha mayor claridad el año 589, dicen que esta monarquía que están haciendo, esta especie de Estado incipiente que está naciendo, va a seguir rigiéndose por el Derecho romano tal como había sido codificado por Teodosio II, adaptándose a las nuevas circunstancias que ahora tenemos que vivir. Esa es la lex romana visigoturum. Es decir, la ley romana que custodian, que guardan, que transmiten, que ejercen los visigodos. Lo que podríamos llamar el primer embrión de Estado. ¿Es un Estado? Probablemente sí tendríamos que utilizar ya este término. Probablemente sí porque lo que los visigodos están empleando es el latín, el godo lo tiran por la borda y no vuelven a preocuparse de él para nada, la prueba está en qué pocas palabras de origen gótico han podido pervivir a través de la lengua española. Sobre la base del derecho romano y del latín nace esa primera forma de Estado que dibuja un elemento fundamental.
Esto nos obliga a llegar al año 589. Nueve años antes, el 580, dos importantes personajes para el futuro de Europa, paseaba por el pasillo del palacio de las Blachernae, en Constantinopla. Uno era Leandro, el arzobispo de Sevilla, el otro era Gregorio, que llegaría a ser Papa, San Gregorio Magno porque es uno de los grandes Papas de la cristiandad. ¿De qué hablaron en aquel momento? De muchas cosas que tenemos la oportunidad de conocer, pero de algo sumamente importante: había que crear un mundo nuevo en el que las diferencias entre germanos y latinos se borrasen mediante la aceptación del cristianismo, el cristianismo católico romano. Pasan nueve años y esos dos personajes, elevados a la cumbre del poder, el uno en España y el otro en Roma, pueden comunicarse la gran noticia: ya los visigodos han aceptado el catolicismo; y no sólo esto, sino que han aceptado una forma de estado en donde el reino aparece como una representación colectiva: el Concilio. A los concilios de Toledo, desde el tercero en adelante, no asisten únicamente los eclesiásticos. Convoca y preside el rey y asisten también los representantes de la nobleza, lo que entonces en realidad se considera el reino. Lo que va a imitar después Carlomagno, aunque pasa mucho tiempo antes de que lo logre. ¿De qué estamos hablando? Estamos hablando de la raíz de un acontecimiento que se producirá en la España posterior, en el siglo XII: es el nacimiento de Las Cortes, es decir, el nacimiento del parlamentarismo.
Recuerdo el escándalo que me produjo una vez escuchar por televisión, durante la visita de la ministra Thatcher, que habiendo manifestado ésta que Europa debía el parlamentarismo a Inglaterra, nadie tuvo la menor intención de introducir una rectificación. Tenían que haber dicho: no señora, está usted equivocada, completamente equivocada. Una vez, allá por los primeros años del siglo XIII, un importante inglés vino peregrino a Santiago. Era Simón de Montfort, conde leicester. En ese viaje descubrió que en España se estaba haciendo una cosa sumamente importante: a los Concilios, llamados a veces Curia plena o a veces Cortes, en plural porque era la reunión de la Corte durante varios días, accedían no sólo la nobleza y el clero sino también los procuradores de las ciudades, el estado llano. Eso eran Las Cortes. Y cuando la revolución de 1258 lleva a Simon de Montfort al poder como Lord protector del reino en nombre de un monarca que no lo era mas que de nombre, crea la Cámara de los Comunes. Es, por consiguiente, una trayectoria hispánica nacida el año 589 con los Concilios de Toledo la que educa a Europa para llevar adelante uno de sus grandes logros: la aparición de las asambleas representativas.
Pero es que España se perdió el año 711. No estoy inventando el término. El término lo utiliza un monje mozárabe, cuyo nombre desconocemos, que escribe en las afueras de Córdoba, hacia el año 754-755, una continuación de la Crónica de san Isidoro, donde habla de la pérdida de España. No la pérdida del Estado visigodo, ni la pérdida de los reyes visigodos, pues bien merecido se lo tenían (viene a decir que hay que ver lo que era Rodrigo, y hay que ver lo que era Witiza, y hay que ver las cosas que hicieron, se lo ganaron a pulso); no, lo que se ha perdido es España. Pero saluda al mismo tiempo un cambio que ha llegado a sus oídos: los europenses de Carlos Martel han vencido a los musulmanes en la batalla de poitiers y por consiguiente hay una esperanza hacia el futuro. Y esa esperanza se cumple. Es decir, España es el único país conquistado por el Islam que ha sido reconquistado. Ningún otro territorio en donde el Islam se haya establecido, ha podido recuperarse. Se pueden citar algunos pequeños trozos de Italia, pero eran como cabezas de puente, no la sustitución de una forma de estado por otra. España, en cambio, sí es recuperada. Es verdad que esta recuperación introduce una circunstancia considerablemente importante: una guerra que se prolonga durante seiscientos años, en la que, además de que las desigualdades cuantitativas eran muy notorias, sobre todo en la primera mitad del tiempo -había 100 soldados musulmanes por cada soldado cristiano al principio- en que no puede lograrse un principio de unidad, porque en ese caso habría que exponer en una batalla la suerte del futuro, y eso es lo que en forma alguna había que admitir. Había que distribuir la frontera de tal manera que cada parcela de la misma contara con los medios suficientes para defenderse, y si era derrotada, no sufrieran los demás. Esto se cumple de una manera estricta en la época de Almanzor. Como saben, Almanzor conquista Santiago y León y llega hasta Pamplona y saquea Barcelona. Pero nunca llega a Oviedo, nunca llega a Burgos, nunca llega a los altos de San Juan de la Peña. Y al final, el esfuerzo musulmán que por parte de Almanzor se había producido mediante de un régimen autoritario, dictatorial, se vuelve en su contra y produce el derrumbamiento. Otro monje, también anónimo -nunca podremos saber quienes escribían las Crónicas-, que escribe en un monasterio de castilla, saluda el acontecimiento con estas palabras: murió Almanzor y fue sepultado en el infierno. Esto es lo que en el fondo se estaba tratando.
¿Con quién estamos? ¿Con la cristiandad, con Dios, con la Cruz o al contrario? Esto es lo que quería decir «cruzada». ¿Saben que la palabra «cruzada» no se utiliza por primera vez camino de Jerusalén, sino el año 1063, para designar un ejército internacional que venía a la reconquista de Barbastro, treinta años antes del Concilio de Clemont? Este es un hecho. ¿Saben ustedes también que los monasterios en la línea fronteriza ocultos en lo alto del monte o en lo profundo del valle, como Silos, o como San Juan de la Peña, como Escalada, o como Ripoll, estaba guardando todo lo que era la cultura helenística, romana, para un futuro, y todo lo que venía también por las estrechas vías misteriosas de oriente, y que un día, poco antes del año 1000, un sabio europeo que gozaba de fama de ser el más importante, Gerberto de Aurillac, viene a Ripoll a ver a los más expertos en matemáticas, que es lo que le interesa y en Ripoll le dicen, no, tienes que subir a San Juan de la Peña porque allí está el libro del juarismi? Y va a San Juan de la Peña, copia el libro, lo traduce y desde entonces nosotros solemos llamar guarismos a los signos con los cuales representamos los números. Hasta entonces se representaban con las letras del alfabeto como hace todavía la lengua hebrea. Y entre esas cifras aparece el cero. ¿Qué es el cero? El infinito. Es decir, la posibilidad de expresar todas y cada una de las cantidades que nos pueden pasar por la imaginación. Un uno es poca cosa, pero si ponemos ceros a continuación se puede convertir en una cantidad impensable. El cero, el infinito, constituye el cambio fundamental para Europa. Así nació, renació, España, mientras que el resto de Europa concebía la unidad como un sometimiento a los descendientes de Carlomagno y a los nuevos emperadores germánicos que descendían indirectamente de él, aunque ellos representaban más bien a los enemigos de Carlomagno, imaginaban una Europa unida dentro de un solo poder. España, por estos años afirma para sí que ella también es un Imperio.
El 25 de mayo de 1085 las tropas cristianas llegan a Toledo, pasean por sus calles. A partir de aquel momento, Alfonso VI, que se siente a sí mismo el restaurador de la patria de Quindasvinto, ordena que en todos los documentos le llamen Imperator toletanus Magnificus Triunfator. Pero ¿qué es lo que allí descubre España, cuál es la gran aportación de Toledo?: la convivencia entre tres religiones, no su coexistencia. No es una coexistencia pacífica; es una necesidad de convivir. Sólo el cristianismo es la verdad, pero de alguna manera a judíos y a musulmanes tenemos que asegurarles un modo de vida, provisional si se quiere, hasta que llegue un día en el que se den cuenta de que la razón está absolutamente de nuestra parte, y se conviertan y se bauticen y formemos una unidad. Eso es lo que España estaba haciendo.
Pero cincuenta años antes, un rey de León, llamado Fernando, al restablecer la Ley Romana Visigotorum, había introducido una condición, de la cual ahora los europeos nos sentimos muy orgullosos, pero muy pocos después reconocen que se lo debemos a España, que se lo debemos al Reino de León, que también fue el que inventó las Cortes. En esa modificación se reconoce el derecho del siervo a recobrar la libertad cuando quiera, abandonando desde luego la tierra, que es lo que constituye su vinculación hacia el señor. Es el comienzo de la libertad. Por eso a esa España la podríamos definir como el país más adelantado de Europa, hacia el que se vuelven las miradas. ¿Cómo no si tenemos la tumba de Santiago? No me digan ustedes que en Santiago no está enterrado el Apóstol. A mí eso me da igual. Lo que tenemos es la conciencia de Santiago. ¿Y qué es Santiago? El lugar donde todos los pecados pueden ser perdonados, la gran perdonanza y, por consiguiente, el que hasta allí llega, lanzando el grito al cruza el monte de labacolla, por muy graves que sean los pecados que haya cometido, puede alcanzar el perdón y volver a ser, como al principio, un alma limpia. ¿Se dan cuenta lo importante que es esto desde un punto de vista jurídico? España es el país que descubre que no hay ningún delito, por grave que sea, que no pueda obtener el perdón, la reconciliación, si media la oportuna y necesaria penitencia que implica, ante todo, un arrepentimiento. De modo que con ello España se está adelantando en el camino de lo que debe ser el futuro europeo.
Entonces se plantea la cuestión de cómo organizar todo eso políticamente. La reconquista ha obligado a una división de las fuerzas militares; pero detrás de las fuerzas militares hay una fuerza política y, por consiguiente, también ha obligado a una división de éstas. Son los reinos. En ocasiones cinco aunque al final son únicamente cuatro los que forman España. Ellos reconocen que son España. Al poeta castellano se le escapa la idea de que Castilla es de toda España lo mejor, que encuentra pronto la réplica de Pedro IV de Aragón que dice que no, que de toda España Cataluña es lo mejor. Es decir, es el reconocimiento de que esa manera de ser que constituye la Hispanidad es algo que a todos debe comprender.
¿Cómo organizar todo esto? Mediante la creación de una forma de estado que podemos considerar como la primera maduración: la monarquía. Advirtamos también que la monarquía es un sistema que solamente existe en Europa, no hay en ningún otro país monarquía. A veces cometemos el error, por aproximación, de decir «rey de Marruecos». No, no es rey de Marruecos, es un sultán o como quiera que le llamemos, aunque en realidad es el jefe religioso de una comunidad. ¿Qué es la monarquía? La monarquía, tal como se decide en el siglo XIV, que acabará creando la unidad de España, la realidad política de España, no es otra cosa que un pacto que establecen dos elementos: de un lado el rey, a quien viene por Dios, por vía de herencia, la responsabilidad de reinar, y del otro lado el reino a quien pertenece la soberanía. Entre uno y otro se establece un pacto, se establece ese acuerdo, que es lo que constituye la esencia de la monarquía. El rey tiene el deber de reinar, no el derecho, el reino tiene la obligación de obedecer cumpliendo la ley. ¿Pero qué ocurre cuando un monarca no cumple con sus obligaciones? Entonces entra en juego lo que el P. Suárez y el P. Vitoria reconocerán como el derecho al tiranicidio, lo que ya había sido expuesto mucho antes por otros autores. Y en España se cumple esto. Son los reyes de Portugal los primeros que son expulsados del trono y sustituidos, es decir, se va practicando realmente la doctrina de ese convenio, de ese acuerdo. Así nacen las leyes.
Y así nace, a finales del siglo XIV otro hecho que va a tener una gran importancia en la vida de Europa, y que no inventó montesquieu: la separación entre los tres poderes. En las Cortes de Guadalajara de 1390, y ya un poco antes en las Cortes de Sevilla de 1386, la potestas, el poder del rey, se ejerce a través de tres vías: una, la vía legislativa, que corresponde a las Cortes; otra, la vía administrativa, que corresponde al Consejo; y una tercera, la vía judicial, que corresponde al Consejo Real o a la Audiencia o Chancillería -los nombres varían de unos lugares a otros, pero todos significan lo mismo-. Lo esencial es que cada uno de estos poderes pueda actuar por su cuenta sin mediación ni imposición alguna. Esto hoy ya no se da. Hoy la mediación en todo caso de los poderes está en los partidos políticos. Esta es la realidad por muy duro que nos resulte. El poder no se ejerce sino a través de los partidos que son los que han sido capaces de reconocer estos tres poderes. Cuando en el siglo XVIII Montesquieu descubre esto, y escribe El espíritu de las leyes, lo que está haciendo es recoger una traducción de John Locke de lo que había partido de España, de lo que se había ido estableciendo poco a poco como la forma de estado fundamental para una monarquía.
Pero ¿cómo resolver, entonces, el problema de la pluralidad? En 1340, y luego en 1348, Alfonso XI tiene la idea, que ahora hemos interpretado muy mal, de que el poder debe ejercerse en dos niveles: en el nivel más alto, donde está la potestad real, es único, no cabe división, no cabe diferencia; pero en el nivel inferior, donde está la administración, donde están los asuntos de cada día, sí cabe que cada uno de los reinos que componen la monarquía pueda tener su propia organización. Esto es lo que sirve de modelo para la corona de Aragón. Cuando los Reyes Católicos, por unas circunstancias familiares, preparadas durante mucho tiempo antes -el proceso a la unificación ha empezado mucho antes, probablemente hacia 1320-1330-, consumen este trayecto y logran la unidad en una corona aplicando este procedimiento. Ellos no intentan, como Luis XIV, crear un estado absoluto totalitario; lo que hacen es mantener el sistema: la unidad en los puntos más altos, incluyendo la economía, y la diversidad, la pluralidad dentro de lo que es la administración del territorio. Porque, como repiten muchos de los consejeros de los reyes católicos, unidad en la pluralidad es una forma superior. Lo cual, probablemente, no deberíamos olvidar nunca. Pero así nace España.
Ahora bien, ¿dónde está de verdad la unidad en esa monarquía? En algo que había nacido cerca de Guadalajara el año 1372. Algunos de los consejeros de Pedro I, supervivientes en la guerra entre petristas emperejilados -según les llamaban entonces- y trastámaras, se refugian en un lugar llamado Lupiana y deciden crear una nueva forma de vida religiosa. Ellos no saben exactamente lo que se debe hacer, pero sí ven claramente que la crisis que está viviendo España, España en conjunto, en aquellos momentos, es una crisis moral de grandes proporciones. Por consiguiente, o se logra la reconstrucción de esta moralidad o no hay nada que hacer. Uno de ellos, que era hermano del obispo de Córdoba, tiene la oportunidad de hablar con él, quien se compromete a ir a Aviñón a hablar con el Papa. La encomienda para hablar con el Papa es respecto a lo que deben hacer, cómo deben emprender la tarea de la reconstrucción de la moral en España. El obispo viaja a Aviñón, pero cuando llega allí se encuentra con que el Papa no está, ha vuelto a Roma pues hay esperanza de establecer otra vez el centro en Roma. Entonces Fernando, el obispo cordobés, emprende viaje a Roma, y por el camino le hablan de una santa, de una mujer que vive en su casa de Siena. No es monja, no es dominica como ahora los dominicos pretenden. El obispo va a Siena, escucha a Catalina, suspende el viaje a Roma y se convierte en uno de los discípulos de la santa. Él es quien toma nota de las cosas que la santa está enseñando, pues no sabía leer ni escribir, y con esa documentación hace los Diálogos, que trae a España, entrega a sus hermanos e inspiran el nacimiento de la Orden de San Jerónimo, los Jerónimos, una orden exclusivamente española. Jerónimo va a ser El Prado de Valladolid, Las Islas, Guadalupe, Yuste donde muere Carlos V, Jerónimo va a ser El Escorial donde vive Felipe II. Pero ¿qué es la novedad que se está produciendo? Hay que hacer un cambio en la persona humana, es lo que se está diciendo, hay que vaciar al hombre de todo lo que es su egoísmo, su autocentrismo, para llenarle de una doctrina que habla fundamentalmente de la persona humana y de su capacidad para la trascendencia. Esto es lo que llamamos la Reforma Católica española. La cual toma la doctrina de la Iglesia y la convierte en un derecho jurídico, que es lo que hacen los maestros de Salamanca en una labor muy lenta que dura prácticamente desde 1420-1430 hasta 1570: el reconocimiento de unos derechos generales para todos los hombres, el derecho de Gentes. La monarquía española descubre, en la época de los Reyes Católicos y de Carlos V, el Derecho de Gentes, que les mueve a afirmar que los moradores de las tierras de las islas recién descubiertas son libres con los tres derechos de libertad, vida y propiedad que habían sido siempre reconocidos. No se trata de crear colonias, se trata de crear nuevos hogares, nuevas vidas, nuevas naciones.
España no tiene un imperio colonial -es falso lo que se dice algunas veces-, España tiene reinos. construye, sobre lo que se había conseguido en América, unos modelos que se acomodan al ejemplo que desde España se habían decidido. ¿Pero qué es lo que defiende esta reforma? Algo fundamental, defiende que hay una capacidad del hombre para el conocimiento especulativo y además para trascenderse fuera de sí, para alcanzar a Dios, para construir los méritos necesarios para lograr su plena madurez. Frente a esto, la Reforma protestante, que sigue la línea germánica y no la latina, hace exactamente lo contrario. Nosotros decimos: libre arbitrio, contestan ergo arbitrio; nosotros decimos el hombre es capaz de merecer el bien para la vida eterna, ellos dicen no es verdad, uno se salva porque Dios quiere, está predestinado a ello, no hay libertad. Ello se ve muy bien leyendo El último mohicano; los indios que aparecen en la novela no son igual que los indios que trataban los españoles cuando estaban creando o intentando crear sus grandes estados en américa. El autor, en un momento determinado, tiene que llegar a la gran falsificación de decir que en realidad el héroe no es otra cosa que un anglosajón que los indios capturaron siendo niño y le educaron, porque no era posible concebir una cosa semejante como que los pieles rojas estuviesen servidos. Hay dos Américas como consecuencia de esta actitud.
No sé por qué hemos seguido tolerando, seguimos tolerando y afirmamos lo de América latina. Latina nada, Ibérica sí, española y portuguesa sí. Los franceses inventaron el término latino. España llegó a ser, a principios del siglo XVI, la gran monarquía con la cual habían soñado los hombres del siglo XIV, mediante el procedimiento de hacer cada vez más rico el modelo inicial. No es verdad lo que algunas veces se ha dicho de que castilla hizo la unidad de España. Eso es completamente falso. La unidad de España se hace sobre el modelo de la Corona de Aragón. Castilla entra como un reino más en el conjunto de la Corona. Lo que ocurre es que Castilla es, por su extensión, por su riqueza y por sus habitantes, muy superior a todo el conjunto de los demás dominios, y al final es quien domina; pero el modelo de la monarquía española, hasta la época de Felipe V, la época de los Borbones, no es otro que el que se había creado en la época de Alfonso XI sobre Las Partidas, sobre el documento de Caja y Corte de Pedro IV y sobre este sistema en el cual la unidad y la pluralidad eran compatibles, pero nunca la repetición. Es decir, no puede haber unas Cortes del Reino y después unas Cortes especiales de Cataluña, porque eso sería una duplicación. ¿Qué ocurrió?
Para España supuso la desgracia de que en el momento clave, cuando ha llegado a América, cuando está recuperando el Mediterráneo, cuando las siete ciudades más importantes del norte de África forman ya parte de su corona, Europa se rompe en dos. Y se rompe en dos por una razón filosófica: ¿qué debemos elegir?, ¿la capacidad del hombre hacia la trascendencia como sostiene España defendiendo el libre arbitrio, el libre albedrío, defendiendo la capacidad racional, o el otro modelo, el del inmanentismo que nos conduce a un éxito tan grande como es el descubrimiento de la ciencia moderna, que trae los experimentos, el avance técnico? Lo malo es que entonces Europa no entró en un diálogo. Carlos V lo vio con claridad, quiso hacerlo pero no tuvo el medio para ello, no le dejaron. Y si no hay un diálogo no hay posibilidad de entendimiento, y no hay otra cosa que un enfrentamiento, y los de enfrente son los malos, sean los que sean. Si yo soy el bueno no queda otro recurso que sacar la espada e ir a la guerra. Y fuimos a la guerra, y en la guerra España fue vencida.
Es curioso, pero para el autor final de la victoria la guerra estaba ganada, absolutamente ganada. En 1635 el autor de la victoria protestante es un cardenal de la Iglesia católica, Richelieu, quien se planteó el tema de qué es lo que conviene a Francia. Una victoria católica en este momento significaría el predominio de España. Eso no lo podía admitir porque el interés de Francia tenía que estar por encima de cualquier otra cosa. Y es Richelieu quien, cuando el protestantismo estaba prácticamente en derrota, le da la victoria, e impone a Europa una nueva fórmula que en nada tiene que ver con la fórmula española.
A mí me hizo mucha gracia ver cómo los periódicos presentaban la firma del tratado de adhesión a la Comunidad Europea por parte del presidente del Gobierno español. Tuvo lugar en Roma en un salón que está presidido por una estatua gigantesca del Papa Inocencio X. Inocencio X publicó entonces una bula anunciando la paz de Westfalia como el gran error que se estaba cometiendo en Europa. ¿Por qué? Porque sometía los valores morales, los valores éticos y todo lo que lleva consigo, al poder del estado, abriendo paso a ese absolutismo que Luis XIV tardaría en llevar a la práctica, y que los ingleses ya empezaron a descubrir que sería un problema. Westfalia entregaba todo al estado e iniciaba el declive de esta Europa tradicional de valores cristianos, afirmando que en el futuro se lograría indudablemente la paz, porque los poderes del estado serían de tal naturaleza que, evitando que uno de ellos pudiera imponerse a los demás mediante un sistema de alianzas, se llegaría a un equilibrio que sería la paz. ¿La paz? Vaya broma. Después de Westfalia viene la guerra de Luis XIV; después la Guerra de sucesión española que entrega España a los Borbones, es decir, renuncia a todo lo que había sido su trayectoria; más tarde la Guerra de la Pragmática; luego la de los Siete años; detrás la Revolución del Imperio napoleónico; luego la de Crimea; la del setenta; la del catorce; y la del treinta y nueve. Cada una de estas guerras multiplicaba por cien los muertos de la guerra anterior, hasta que entre 1939 y 1945 los muertos que se habían generado en la contienda se contaban por millones.
Es en este momento cuando, siguiendo la inspiración de Churchill, tres grandes políticos, tres grandes pensadores católicos europeos, Adenauer, Shuman y De Gásperi, dicen: hasta aquí hemos llegado, no deberíamos seguir adelante porque habría que devolver a Europa lo que es en sí un mundo cultural. ¿Lo han logrado? No quiero seguir hablando más de este tema, no quiero causarles una preocupación, pero no tengo más remedio que reconocer que, en el interior de mi alma pienso que han fracasado, no hay una Europa, hay un mercado común, que eso es otra cosa completamente distinta. Hay unos valores espirituales, no hay una recuperación de lo que hasta entonces había sido, y la prueba está en el escaso papel que ha podido jugar España en todo esto, el papel al que ahora España está reducida.
Para mí es tremendamente significativo el día de la Fiesta Nacional española. El presidente del Gobierno, respondiendo a un llamamiento que se le hace se despide del rey a las diez de la mañana para tomar un avión y llegar a París. Quiere decir que no es ya un poder político independiente, ya no es otra cosa que una parte dentro de un sistema.
¿Seremos capaces los españoles de hacer una nueva aportación? No lo sé, ojala sea así. Medios sí tenemos, ¿sabremos emplearlos?