Me equivoqué: España es capaz de despertar, y a las pruebas me remito
Manuel Parra Celaya. No me duelen prendas en reconocerlo: me equivoqué, y me alegro de ello. Como recordarán, venía insistiendo en varios artículos sobre la indiferencia de la sociedad española ante el creciente desafío separatista que se estaba gestando, a bombo y platillo, en Cataluña; me desesperaba, no solo de la inacción, sino de la aparente falta de sensibilidad que me parecía advertir en mis compatriotas, tanto por contenidos periodísticos como por conversaciones privadas y ocasionales con gentes de diversos lugares de la Piel de Toro.
Quizás daba yo a entender -Dios no lo quiera- que el pueblo español ya no era tal; que, sometido desde hace décadas a una ocultación vergonzante del patriotismo, cuando no a su tergiversación o a una enemiga frontal por parte de la ingeniería social, era incapaz de vibrar por su patria y su bandera, con excepción quizás de los ocasionales triunfos deportivos. No supe advertir -y lo siento- que, en estas anecdóticas e intrascendentes ocasiones, se producía un efecto galvanizador de afectos adormecidos, acaso larvados, pero vivos en el fondo, que no habían desaparecido de las conciencias españolas, a pesar de los innumerables esfuerzos aplicados para conseguirlo. Ahora se ha demostrado: España es capaz de despertar, y a las pruebas me remito. Gigantescas manifestaciones en Salamanca, en Valencia, en Madrid, en Zaragoza…, en ciudades y pueblos de toda la geografía nacional.
En la propia Cataluña, amedrentada por la presión y el matonismo separatista, actos y gentíos en las calles de Tarragona, de Mataró, de Figueres, de Salt… Fuera de nuestras fronteras, las comunidades de españoles salen a las calles de diversas ciudades francesas, de Londres, de Bruselas… ¡de Dubái!
Me han pasado una portada del New York Times donde se habla de un renacer del patriotismo español. Y en Barcelona, esa Barcelona que parecía tomada materialmente por el odio a lo español, por el insulto y la agresión a la Guardia Civil y a la Policía Nacional; esa Barcelona donde solo campeaba impunemente la espuria estelada, ya tuvo su adelanto de despertar el sábado anterior al fraudulento plebiscito de Puigdemont, con una riada humana que se agolpaba en la Plaza de San Jaime y alrededores, frente al Ayuntamiento y la Generalidad, e incluso el martes pasado, con un nulo seguimiento de la huelga general decretada por las instituciones oficiales.
Ayer, domingo día 8 de octubre, esta Barcelona, aparentemente domesticada, ha llenado materialmente plazas, calles y avenidas de los colores rojigualdas, acompañados -como siempre- por la histórica y auténtica senyera cuatribarrada, sin la estrella y el triángulo masónicos de la separación; las únicas estrellas visible entre el inmenso gentío eran las de la corona de la Virgen de Estrasburgo sobre bandera azul, símbolo no tanto de una burocracia que hace agua como de una esperanza europea, auténtica en sus raíces y valores.
Si, ayer Barcelona vibró. Como vibraron en estos días pasados muchas localidades españolas. Esto sí que ha sido un completo chapuzarse en pueblo, que decía el genial vasco don Miguel de Unamuno; desde primeras horas de la mañana, gentes de todos los barrios de la ciudad, de todos los niveles sociales, de todas las sensibilidades, de todas las edades, vitoreaban a España y a la Cataluña española; junto a los barceloneses, quienes generosamente habían querido acompañar al pueblo catalán, al que repetían ¡no estáis solos!, grupos de Valencia, de Zaragoza, de Madrid…
No importa que el Ayuntamiento de la señora Inmaculada Colau, tan cuca y serpenteante ella, pretendiera inútilmente abajar, como siempre, las cifras de manifestantes: las imágenes lo desmentían. No importa que Cataluña Radio y TV3 pretendieran teñir de colores partidistas lo que no lo tenía, pues el denominador común -por encima de apetencias de partido y de simpatías por formas de gobierno- era el patriotismo español, ese que yo creía erróneamente soterrado en la historia y escasamente vigente en la sociedad.
Hay quien me hablaba de un nuevo 11 de maig, la diada de l´Ascensió de 1808, cuando, al modo del 2 de mayo madrileño, Barcelona intentó levantarse en armas contra el invasor; pero hoy ha sido una jornada incruenta y festiva: Barcelona era una fiesta. Y no ha habido ningún delator que echara al traste el momento, pues el pueblo barcelonés lo hubiera detectado al instante.
Un Premio Nobel -Vargas Llosa- y un antiguo presidente del Parlamento Europeo -Josep Borrell- hablaron al término de la manifestación. Bien está. Pero, con todos los respetos, la importancia estaba ayer en el catalán de a pie, el españolito de infantería, que demostraba su seny en defensa cerrada de la unidad de España. Allí estuve y doy fe de ello.
Y repito mi contento por tener que rectificar mi pesimismo ante los lectores.