MI RECELO ANTE LOS COLECTIVOS
Manuel Parra Celaya. Como antiguo profesor de Lengua, ando con mucho ojo para no caer en las tergiversaciones que va imponiendo la corrección política en nuestro idioma (y, por lo que voy leyendo, en otros, pues se trata de otra pandemia). Recordemos que el lenguaje crea el pensamiento, y no al revés: cuando utilizo una determinada expresión que viene condicionada ideológicamente, la idea que yo tenía de la realidad experimenta una modificación en el sentido buscado por los ingenieros de la manipulación. No hace falta poner muchos ejemplos, pues creo que los lectores están al cabo de la calle, pero, por si acaso, pensemos en aquello del “comando legal” o en esto otro de “interrupción voluntaria del embarazo”…
Existe un caso, aparentemente inocuo, que se suele deslizar sin apercibimiento previo del sujeto pensante, y es el que se refiere al abuso de los nombres llamados colectivos, es decir, aquellos que, en singular, indican una pluralidad de seres; los típicos ejemplos escolares pueden ser arboleda, rebaño, batallón…, pongamos por caso.
Soslayando el uso puramente gramatical, fíjense en cuántas veces se menciona, en tono filantrópico, la palabra “humanidad”; y cuántas de estas veces el nombre colectivo sirve para tapar o disimular la triste situación concreta de muchos seres humanos en situaciones de pobreza, de enfermedad o de cualquier tipo de carencias; suele darse en la práctica que, quienes más se lamentan de los males que aquejan a la humanidad, menos se muestran propicios a atender al mendigo de la esquina o a la familia del barrio en apuros.
Siguiendo el hilo, ha llegado un momento en que apenas empleo el término “juventud”, para bien o para mal; existen, en todo caso, jóvenes específicos, muchos de ellos excelentes ciudadanos, trabajadores o estudiantes esforzados, responsables en sus actos; y otros, junto a ellos, que se montan sus fiestas multitudinarias e irresponsables en época del Covid, que pasan olímpicamente de sus obligaciones de todo tipo, que engrosan, por propia voluntad, el número de los ni-ni, o que, todo lo más, aspiran a ser influencers y que les caiga el dinero del cielo. O, cuando las feministas radicales hablan en nombre de las “mujeres”, me pregunto a cuántas de ellas representan y cuántas se identifican con sus diatribas contra el patriarcado dominador…
Especialmente, siento profunda desconfianza hacia la voz “ciudadanía”, tan repetida por los políticos políticamente correctos en campaña electoral, para evitar el genérico ciudadano, que, como sabemos por la RAE, integra por igual a hombres y mujeres; además, igual que en los ejemplos previos, quiere meter en el mismo saco a quienes tienen arraigada la virtud del civismo y piensan por su cuenta, y quienes son carne de cañón para las urnas o consideran que el prójimo es despreciable a todas luces.
He llegado a ser renuente, por fin, a referirme al “pueblo español”, tanto en referencia a sus virtudes como con respecto a quienes carecen de ellas, aunque sea en un plano francamente pesimista. ¿De verdad existe hoy un pueblo español? Aquí entrarían tanto los que sienten esa españolidad (que no es un vulgar españolismo de circunstancias) en sus tuétanos, como aquellos que, al decir de Cánovas, son españoles porque no pueden ser otra cosa; y, por supuesto, aquellos -quizás pocos, pero excelentes- que siguen afirmando que ser español es una de las pocas cosas serias que se puede ser en el mundo.
¿Entrarían en la confusa consideración de “pueblo español” los que se niegan sistemáticamente a ser españoles, es decir, los separatistas de toda laya? Creo que es obligada una cierta matización. Y lo mismo ocurre cuando los dignatarios autonómicos se refieren a su grey respectiva; así, estoy harto de oírles atribuir al “pueblo de Cataluña” (o de Andalucía, o de Galicia…) los deseos y aspiraciones que son privativos de un exiguo porcentaje nacionalista.
¡Qué más quisiera uno que existiera un pueblo español, concorde en lo esencial (es decir, en la españolidad mencionada), aunque discrepante legítimamente en lo accidental o coyuntural; qué más quisiera uno que las oligarquías que fomentan los localismos y separatismos en mi tierra y en otras se vieran más solas que la una, y muchos comprendieran la tomadura de pelo, por ejemplo, que ha encerrado y encierra el procés.
Y que conste que no pido unanimidades, palabra ante la cual también experimento una total desconfianza. Precisamente, ese empleo abusivo y sistemático de los nombres colectivos de marras pretende hacernos creer que esa unanimidad existe. ¡Y qué más quisieran ellos, los que lanzan en su verborrea constantemente las gruesas afirmaciones que pretenden halagar a su “ciudadanía” o a su “pueblo”, para atraerlo a sus rediles, que fuera cierta una opinión unánime a su favor!
La única concordancia -no unanimidad- que debe darse en un conjunto social es la venga inspirada por unos valores asumidos, que, en su mayoría, son herencia de otras generaciones y esfuerzo de muchos aristócratas del pensamiento, que hoy brillan por su ausencia o inactividad. Y esos valores solo pueden ser descubiertos y asumidos mediante la familia y a través de la educación.
Fíjense bien que, precisamente, familia y educación figuran entre los principales adversarios para batir por parte de los que se llenan la boca de nombres colectivos a la hora de lanzar sus proclamas.