Miguel Massanet Bosch. En este país, algunos tenemos la sensación de que se está abusando del derecho constitucional de lanzarse a la calle
No sólo para manifestarse pacíficamente, sino utilizando las llamadas algaradas, que se han convertido en una costumbre de la que se valen aquellas minorías que no han alcanzado suficiente representación en las Cortes para poder hacer valer o imponer sus teorías políticas o sus aspiraciones más o menos anarquistas. El abuso, aunque sea en el ejercicio de un derecho legítimo, puede convertirse, en ocasiones, según la manera en que se ejerza en algo inconveniente, desproporcionado y contraproducente si, con ello, se puede llegar a crear una situación de inquietud, desconcierto, incomodidad o perjuicio económico para terceros ajenos a quienes lo ejerzan. Existe un aforismo en derecho que hace referencia a los extremos a que puede llegar la estricta aplicación de la ley al pie de la letra
(summum ius suma injuria) que, a veces, puede llegar a convertirse en la mayor forma de injusticia.
Lo que sucede es que, en los tiempos que corremos, existen determinados colectivos que prescinden de las formalidades administrativas (permisos de la Delegación del Gobierno etc.) ya fuere por ignorancia o como desafío a la autoridad, pretendiendo que, aquellas manifestaciones en lugares públicos que hayan convocado, sean respetadas por la ciudadanía y por las autoridades y fuerzas del orden público, de la misma forma que si hubieran sido convocadas legalmente. La proliferación de estas últimas modalidades, tanto en forma de huelgas ( las llamadas huelgas salvajes) como de algaradas, en muchas ocasiones con actos vandálicos y destrucción de bienes públicos o privados, parece que se van incrementando a medida que, el ambiente social, quizá como consecuencia del paro creciente y de la crisis, se vaya enrareciendo, convirtiéndose en un caldo de cultivo adecuado para que aquellos agitadores, terroristas callejeros, líderes estudiantiles y agentes provocadores de los partidos extremistas, puedan actuar..
Sin embargo, lo que sí es cierto es que, cada vez más, los ciudadanos se muestran propicios a desconfiar de la acción de la Justicia para intentar tomársela por su mano, pretendiendo suplantar a la policía y a los organismos judiciales, apelando a los juicios paralelos; algo que, naturalmente, deja huérfanos de las debidas garantías constitucionales a aquellas personas que son objeto de estos linchamientos populares que, en muchas ocasiones, están azuzados por determinados periodistas que, buscando notoriedad y provecho personal, no tienen escrúpulos en excitar los bajos instintos de las masas, en su beneficio. Y esto queda demostrado por la gran proliferación de manifestaciones espontáneas, muchas de ellas convocadas de buena fe, ya sea para protestar por algo que les parece injusto, por ejemplo un desahucio de unos ancianos o para reclamar que las autoridades desistan de llevar a cabo algún proyecto municipal, por el ejemplo, el desalojo de un barrio de barracas, obstaculizando la acción municipal sin tener en cuenta que puedan existir causas que lo justifiquen, como por ejemplo, la eliminación de un centro de reparto y venta de drogas tóxicas.
Y, si este tipo tan común de manifestaciones, convocadas por determinados colectivos de ciudadanos, se han hecho tan habituales en las principales ciudades; ni que decir tiene los actos promovidos por partidos políticos, por antisistemas, por estudiantes o por grupos de terrorismo callejero o ácratas, siempre dispuestos a aprovechar la primera ocasión que se les presenta para causar destrozos y dar suelta a sus consignas revolucionarias. Lo cierto es que, si en España el absentismo es mucho mayor que en cualquier país de nuestro entorno (11’6 días por trabajador), si el paro real ya sube de los 5’6 millones de desocupados; si nuestro número de funcionarios ha aumentado en 3.millones en los últimos años y si, cada día, las calles de nuestras ciudades se convierten en receptoras de miles o cientos de manifestantes por distintas causas; seguramente nos podríamos llegar a preguntar ¿pero, en realidad, quién trabaja en nuestro país?. Y es que, si los Sindicatos son los principales promotores de estos conflictos, para lo cual disponen de un “disciplinado” ejército de “liberados” convenientemente retribuidos y sin otra función que crear problemas callejeros o en las industrias; no lo es menos que, a esta pléyade de enchufados, se les han añadido algunos partidos políticos que buscan en las revueltas callejeras lo que no han conseguido a través de las urnas: recobrar el poder y las prebendas inherentes a él.
Si se hiciera una valoración de las horas de trabajo que se han perdido en esta nación por “bajas de complacencia” como se las denomina en el argot empresarial, por huelgas laborales, por manifestaciones estudiantiles en las que, cómo no, los inductores no sólo son los habituales estudiantes que se eternizan en las universidades, sino que, por desgracia, son los mismos profesores, muchos de ellos de extrema izquierda, los que las fomentan y participan en ellas; posiblemente, resultaría una cifra desorbitada y evidentemente insostenible para un país en problemas. Lo que no se tiene en cuenta, por ejemplo, es que la matrícula de cada alumno en la universidad le cuesta al Estado más de 6.500 euros, una ayuda que se supone que no está destinada a que pierdan horas de clase cometiendo fechorías y gritando eslóganes políticos por las calles o que, las horas de ausencia de un trabajador en una fábrica suponen que todo un equipo no pueda trabajar o una máquina deba permanecer inactiva, sin producir.
Si tenemos en cuenta que, los días de huelga, no se retribuyen a los huelguistas ( sí se les retribuyen a los representantes sindicales, amparándose en las horas de que disponen en virtud de una legislación laboral obsoleta y absurda) debemos suponer que ello irá en detrimento de su capacidad adquisitiva y del bienestar de su familia y si, como suele suceder en tiempos de crisis, estos procedimientos suelen llevar a un empeoramiento de la producción, un malestar social y un mal ambiente dentro de la empresa y, lo más grave, el peligro de que, la propia empresa, acabe por tener que recurrir al concurso de acreedores o, incluso, a la quiebra. Pero es que nos hallamos ante una grave situación que amenaza la propia estabilidad de toda la nación, con el peligro de que, nuestro riesgo de impago, vaya en aumento debido a que somos uno de los países en el que, nuestra solvencia soberana, desde el 2007, ha registrado un mayor deterioro. Así muestro CDS, seguro de impago de deuda, que se nos exige para adquirir nuestra deuda, ha alcanzado y superado la barrera de los 515 puntos básicos y, el pasado martes, llego a los 520 puntos básicos, lo que quiere decir que, por cada 10 millones de euros de deuda pública que se aseguran, se ha de pagar por CDS la friolera de 520.000 dólares.
Hagan ustedes sus números y vean si, España, está en condiciones de despilfarrar en huelgas, manifestaciones, algaradas y acampadas, reclamando un “estado del bienestar” utópico como si, el nuevo Gobierno del señor Rajoy, pudiera borrar de un plumazo la herencia recibida de sus antecesores, los del PSOE, y estuviera en condiciones de imponer condiciones a nuestros inversores que, cada día que pasa, nos miran con menos confianza. Quizá es esto lo que pretendan algunos: hundir el país. O así es como veo, con pesimismo, la insensatez de aquellos que actúan movidos por sus demonios personales.