Principal

Diario YA


 

Necrofilia en el Ayuntamiento de Pamplona

Manuel Parra Celaya. Creíamos que eso de remover sepulturas y airear su macabro contenido había quedado para las películas gore y las series criminológicas de televisión, que compensan la truculencia de unas imágenes con bellas agentes de policía; o que, en nuestra historia, quedaba soterrado en las páginas más terribles de nuestro siglo XX, con las fotos de exhumaciones y consiguiente exposición al público de restos humanos en Las Salesas de Madrid o en los Maristas de Barcelona. Lamentablemente, la necrofilia parece formar parte de actuales programas políticos, como se puede desprender de las intenciones del Ayuntamiento de Pamplona.

Así las cosas, no es aventurado afirmar que exista una conexión de índole profunda en la personalidad –objeto de estudios psicoanalíticos- entre esa extraña ultraizquierda populista y la necrofilia, por lo menos en la primera acepción que da el diccionario de la RAE a este término; lo que queda fuera de toda duda es la trabazón ideológica entre esa corriente política y sus ancestros, entusiastas de las profanaciones de tumbas en 1909 y 1936. Ya sabemos que estamos ante otra hora de los enanos, convertidos en gigantes a causa de pactos y triquiñuelas postelectorales en municipios y autonomías.

De todas formas, llueve sobre mojado, por lo menos desde que la memoria histórica dio pie, con la excusa de responder a legítimas reclamaciones familiares, a constantes excavaciones, algunas de las cuales se volvieron a cerrar apresuradamente al detectarse, por ejemplo, jirones de sotanas o camisas azules entre los restos… O, sin ir más lejos, en la matraca cansina sobre el Valle de los Caídos, precisamente monumento a la reconciliación de los españoles bajo el signo de la Cruz y objeto del odio y de la ignorancia de personajillos; de uno de ellos guardo una anécdota, narrada por un testigo en el bar del Congreso de los Diputados: el cenutrio en cuestión peroraba sobre la necesidad de vaciar las dos tumbas del Valle; el testigo –por cierto, uno de los padres de la Constitución ya fallecido- le interpeló: ¿Y qué hacemos de las restantes?; la respuesta fue antológica: ¡Ah!¿pero hay más?

Lo dicho: odio o ignorancia, o ambas cosas a la vez. No sé si es aventurado sugerir que, en ocasiones, los muertos pueden unir o separar más que los vivos; que el recuerdo y el respeto por los que nos dejaron puede dar lugar a relaciones de afecto que antes o no existían; o que su herencia sirva para dividir en el futuro. En los colectivos históricos ocurre lo mismo: tanto el recuerdo como la herencia bien o mal administrada pueden influir en la conducta de las siguientes generaciones. Una de las facetas más inquietantes del problema de España es lo que Laín Entralgo, en sus años más prolíficos en lo político, calificaba como tarea inclusiva, es decir, construir un futuro de todos y para todos los españoles.

Creo no equivocarme si sostengo que ese es el mandato de todos nuestros muertos, de uno y otro bando de aquella ya lejanísima guerra civil, ahora puesta de actualidad amenazante por quienes ni la vivieron ni la conocen por sus estudios. La verdadera reconciliación ya comenzó hace muchos años, quizás a partir del momento en que la Cruz de Cuelgamuros cobijó los restos de todos los contendientes y en el instante generacional –doy fe de ello- en que los jóvenes no nos preguntábamos mutuamente en qué bando habían combatido nuestros padres o abuelos. No había asomo de necrofilia entonces, pues nos dábamos por enterados de que todos, equivocados o no en sus previsiones, había luchado entre sí por una España mejor, que era lo se trataba de construir.

Conocí a varios excombatientes de las dos zonas y no encontré en ellos ni el menor asomo de odio, de revanchismo o de triunfalismo; la guerra civil era un tema cerrado, y no por decisión gubernamental sino por voluntad inclusiva de los españoles. Los muertos por España, los muertos de todos, deben servir para unir y no para enfrentar; nos dan su lección postrera de concordia y de integración con el fin de que, pese a los irresponsables exhumadores y necrófilos, ninguna sangre española vuelva a verterse en discordias civiles.

Etiquetas:Manuel Parra Celaya