Objeciones de conciencia
Manuel Parra Celaya. Pasada a la historia la objeción de conciencia a defender a la patria común con armas –es decir, hacer la mili- por su supresión (o suspensión, dicen los expertos) bajo la hégira de Aznar, y de plena actualidad la objeción de conciencia fiscal, especialmente por su puesta en práctica por parte de ciertos políticos y otros personajillos, se convierte ahora en noticia la objeción de conciencia a la vacunación de los niños, que al parecer está organizada y dignamente representada por sus correspondientes asociaciones.
Pero este asunto no me lo puedo tomar, ni por asomo, frívolamente o en tono festivo y anecdótico; especialmente cuando pienso en ese crío de Olot, contagiado de difteria –enfermedad que se creía erradicada-, que sigue grave en el Hospital Valle de Hebrón de Barcelona; o cuando imagino que mis hijos, en otra época (ahora son mayores y con otros problemas) pudieran haber estado en su lugar, si yo como padre o cualquier padre de sus compañeros de colegio hubiéramos optado por esta objeción de conciencia a la vacunación.
Estamos de nuevo en el difícil dilema entre la libertad y la seguridad; o bien entre la libertad de cada uno y su repercusión en la libertad (o en la salud) de los otros, que acaso puede ser vulnerada por una decisión, sea fundamentada en la conciencia, sea como protesta social contra las industrias farmacéuticas, sea basada en datos, supuestamente científicos, en los que es lícito creer, pero sobre los cuales no se puede obligar a creer a los demás ni a sufrir las consecuencias de la supuesta creencia.
Alambicando, también estamos ante una pugna entre libertad y autoridad; y no me refiero, por supuesto, al error manifiesto de identificar autoridad y poder; ni aludo al Ministerio de Sanidad o a las consejerías autonómicas en este campo. Me refiero a la autoridad moral, respaldada por el conocimiento profundo de la ciencia. Este tipo de autoridad –la auctoritas romana- es lo que hoy en día se cuestiona; y, al igual que en el ámbito de lo científico, en cualquier rama del saber, de los estudios, del pensamiento, de la religión o del arte. No hace falta más que presenciar un debate televisivo para comprobar que cualquier tertuliano mindungui se permite el lujo de rebatir una idea sostenida por alguien que es una verdadera autoridad en determinada materia.
Vayamos más allá: si la Modernidad despreció y atacó cualquier autoridad que venía conferida por la tradición heredada y encumbró la razón y el progreso hasta transformarlos en dogmas, su hija, la Postmodernidad, se ha encargado de acabar con estos dogmas, entregándolos a la desconfianza, el escepticismo y la burla.
¿No sería más deseable que el ser humano de nuestros días, superviviente de estos vaivenes, llegara a conciliar lo tradicional y lo moderno y asumiera que existe una jerarquía que viene dada por el saber o la experiencia? Acaso debemos volver a considerar –como imperativo de nuestro tiempo, que existen categorías permanentes de razón por encima de las opiniones, por muy respetables que estas sean. En la medicina, en la religión, en la política, incluso.
Y, sobre todo, cuando está en juego la vida de un niño.
MANUEL PARRA CELAYA