PARTICULARISMO FRENTE A REPUBLICANISMO
Manuel Parra Celaya.
Para ser ordenados en nuestra exposición, apresurémonos a definir adecuadamente ambos conceptos, con el fin de no caer en equívocos que desvirtuarían por completo la intención del autor de estas líneas; y, como primera fuente, acudimos a la RAE. Con respecto al particularismo, nada que objetar; asumimos plenamente las acepciones del diccionario: 1. Preferencia excesiva que se da al interés particular sobre el general, y 2. Propensión a obrar por el propio albedrío. Pero, con relación al republicanismo, observamos que la Madre Academia se ha quedado en lo anecdótico y superficial, al reducir el término a Sistema político que proclama la forma republicana para el gobierno del Estado.
Gregorio Luri (“Por una educación republicana”. 2013), remontándose a los clásicos y a la etimología, hace derivar su propuesta republicana de res publica o quehacer común, y centra su significado en la copertenencia o sentirse miembro de una comunidad determinada y en la responsabilidad que ello conlleva; el valor normativo se esta acepción sería la búsqueda del bien común en una sociedad de hombres libres e iguales ante la ley. Por lo tanto, este republicanismo mencionado. que habrá sorprendido a más de un lector, no se refiere en absoluto a la forma que adopte la cúpula de un Estado, y cabe perfectamente en una nación que sea presidida por una Monarquía o por una República propiamente dicha. Y, por supuesto, nada tiene que ver nuestro republicanismo con las experiencias históricas -catastróficas- de una primera o una segunda repúblicas españolas. Más bien nos remontamos, en parte, a las teorías de Philip Pettit que a Salmerón o a Manuel Azaña, por mucho que estos sean referentes de supuestos republicanos de hoy.
Pero insistamos en el concepto de particularismo, de la mano de Ortega y Gasset: “La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás”; también dirá nuestro filósofo que “el proceso incorporativo de una nación consistía en una faena de totalización: grupos sociales que eran todos aparte quedaban integrados en partes de un todo” (“España invertebrada”).
Pues bien, la situación actual de España, quizás más que la de la época de Ortega, representa el apogeo del particularismo frente a toda noción de bien común, de virtudes cívicas, de sentirse coparticipante (interdependiente, dijo él) en una comunidad histórica y de acrisolar un sentido de la responsabilidad.
No cabe duda de que este particularismo tiene su máxima representación en el socialismo sanchista (¿no suena a oxímoron?), capaz de lo indecible con tal de mantener su colchón en La Moncloa. En esta actitud le siguen sus aliados de gobierno, representantes del marxismo cultural, que imponen sus doctrinales, aberrantes y despóticas teorías sobre los españoles, en menoscabo evidente de la libertad personal -un fundamento del verdadero republicanismo-, invadiendo incluso esferas personales e íntimas.
Siguiendo el panorama político, no obviemos que sus apoyos parlamentarios -pasados, presentes y futuros, si Dios no lo remedia- son la expresión genuina del más egoísta de los particularismos, el territorial: los nacionalismos separatistas de toda laya, cuya obsesión por negar la propia existencia de España ofrece a cualquier observador imparcial la imagen casi psiquiátrica de romper la unidad nacional, obedeciendo a intereses espurios, que suelen ir aparejados -no lo olvidemos tampoco- a los de una determinada clase social privilegiada. Si los compañeros de viaje de Pedro Sánchez forman una coalición progresista, que venga Dios y lo vea…
Esa clase social privilegiada, en todos los rincones de España, incluidos los que menos contagio muestran del virus nacionalista e insolidario, es por supuesto fuertemente particularista, sin la menor solidaridad con los miles de ciudadanos que viven en condiciones precarias; claro que esto es un síntoma y una consecuencia de la sociedad neocapitalista en todos los ámbitos de nuestro mundo occidental.
En general, los partidos políticos son otra muestra del particularismo que afecta al cuerpo nacional, al poner sus intereses parciales (o personales en muchas ocasiones) sobre el bien común; se ha dicho, y con razón, que la partitocracia degenera la democracia, y en ello estamos sin alternativa a corto plazo. Son asimismo particularistas quienes dicen defender, teóricamente, los intereses de los trabajadores, apegados para su supervivencia a las subvenciones y dádivas que les otorga el Poder, y no han sido excepción las ocasiones en que han apoyado de hoz y de coz a los nacionalismos disolventes.
Nos preguntamos, por último, si cada grupo o cada miembro, incluso, de nuestra sociedad no está aquejado también de ese morbo del particularismo, si la mentalidad egoísta y cerrada no ha inficionado a muchos españoles que miran para sí mismos, en compartimentos estancos; el entramado de la llamada sociedad civil acostumbra a mirar su propio interés, atento a aquella política de subvenciones, sin importarles un ápice las necesidades de otros. De ahí mi sospecha de que el tan cacareado individualismo atávico de los españoles ha sido aumentado y corregido intencionadamente en lo profundo, dejando el sueño de la libertad para lo superficial; de ser cierta la sospecha, concluiríamos en que el principal problema de España no es político, sino sociológico.
Al revés que Ortega en su época, descarto de este particularismo a lo que él llamaba el grupo militar, obediente a su propia ética y al imperativo que le marcan las leyes; no hace falta aludir a la conocida frase de Spengler para resaltar la simpatía y esperanza en este grupo, que contrasta, por su vocación se servicio, con otros sectores de la sociedad.
Y terminamos también con el propio Ortega, para repetir su diagnóstico, pasados tantos años: “Hoy es España, más bien que una nación, una serie de compartimentos estancos”.