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Diario YA


 

Nunca nos podremos acostumbrar, y Dios quiera que sea así y no se relajen nuestras conciencias

PREVENIR CON VALORES

Manuel Parra Celaya.
    De nuevo, la noticia de la tragedia nos llegó desde los informativos del mediodía: un nuevo caso de suicidio de un chaval, posiblemente causado por el acoso escolar de sus compañeros de aula. Nunca nos podremos acostumbrar, y Dios quiera que sea así y no se relajen nuestras conciencias.
    Intentemos -dentro de lo posible- separar ambos elementos, la consecuencia y la causa, sin que ello represente quitar tintes dramáticos a esta y trágicos a aquella, en el bien entendido que, para las dos, habrá que buscar explicaciones en muchos ámbitos, en el de la psicosociología y en el de la pedagogía, en su doble aplicación en la escuela y en la familia.
    Siempre ha existido el llamado acoso escolar (aunque ahora lo hayamos modernizado con el anglicismo); bastaba el hecho de llevar gafas para que algún imbécil te apodara gafotas o superar la envergadura corporal, o tartamudear al dar la lección…, para que sufrieras las burlas y te quedara un mote; a veces, el hecho de sacar buenas notas podía equivaler a la lacra de ser el empollón o el preferido del profe. Había grados y grados, claro está. El motivo es que los niños suelen ser extremadamente crueles, en contraste con el buenismo imperante, que procede de las teorías naturalistas sobre la infancia, con raíces en Rousseau.
    El acosador (o acosadora, que de todo hay, como se puede comprobar en las noticias) es el gallito (o gallita) que se considera superior, cuando, en realidad, es el menos dotado intelectualmente o el más incapaz para el esfuerzo; su complejo de inferioridad la hace crecerse con los más débiles y vulnerables para destacar en el grupo que, como también siempre ocurre, es cobarde como multitud que es y se suma al carro del que parece más fuerte.
    Antiguamente, el acoso podía cortarse a veces con la mágica frase se “te espero en la calle”, si es que las fuerzas podían estar algo igualadas y el reparto de bofetadas -jaleado también por la masa cobarde de los compañeros/as- creaba cierto respeto para el acosado. Esto, en la actualidad, se calificaría socialmente como un inaceptable recurso a la violencia, pero podía tener la virtud de poner en su sitio al chulito o chulita de marras, o, por lo menos, a que el acosado ganara cierto prestigio ante la tribu. Otras veces (también en épocas muy lejanas) las tortas reparadoras corrían a cargo del maestro o del papá o la mamá de los acosadores, si es que realmente pretendían enmendar a sus hijos y evitarles futuros disgustos en la vida. También ahora es impensable este método, pues el implacable dedo social, mediático, policíaco y jurídico no tardaría en señalarlo como maltrato infantil. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que un cachete a tiempo hubiera evitado muchas situaciones lamentables que luego salen en un telediario; y que conste que nunca lo utilicé, pues en mi particular escuela (aquellos campamentos juveniles) estaba proscrito cualquier castigo físico o denigratorio.
    Inmediatamente de recibir las tristes noticias de las consecuencias de un acoso, nos podemos imaginar lo que va a seguir: investigación sobre el profesor o tutor que no lo había detectado; responsabilidades al equipo directivo; intervención de la Inspección y denuncia contra el colegio o instituto (a veces, con la desagradable coletilla de petición de una indemnización monetaria, como si eso pudiera paliar una situación dramática y no digamos trágica). Todo este largo proceso suele finalizar con un castigo, moral o administrativo, hacia los docentes, que son los chivos expiatorios para la sociedad, y el traslado del acosador o acosadora a otro centro escolar, para que siga ejerciendo como tal en otros lugares.
    En los casos que terminan con la tragedia del suicidio del acosado, como el que nos ocupa, el proceso es aún más extenso y lamentable, pues se acompaña de la sanción mediática o pena del telediario, con imágenes bien claras del rótulo y de las instalaciones del colegio o instituto; no se suele mencionar si verdaderamente existió negligencia por parte del docente, con lo que se da por supuesta…; y tampoco se hace alusión al entorno familiar en el que se había podido detectar también la situación de acoso e intervenir con prontitud.
    Ya es tópico, pero no por ello menos real, mencionar -y no de pasada en mi caso- la ausencia de una educación para la frustración o, si se prefiere, la inculcación de la virtud de la resiliencia ante ella. En su lugar, prolifera contentar con la satisfacción inmediata de las necesidades o de los caprichos, cuando sabemos que es fundamental saber hacer frente a los incontables tropiezos de la vida; esta asignatura es mucho más decisiva que la prédica constante e inane de la tolerancia, que “empieza a ser una debilidad cuando el hombre empieza a tolerar el mal” (Enrique Gervilla Castillo) y de otras materias de obligado cumplimiento por razones ideológicas y partidistas.
    Y lo esencial es, por supuesto, no cejar en la educación de otros valores más sólidos, como el respeto, la convivencia, el compañerismo y la disciplina, sin olvidar que esta última debe estar presente no solo en la escuela y en la sociedad, sino también en  la familia.
    Otra tarea urgente es el abandono, por inútiles,  de los manuales de teorías pedagógicas derivadas de la escuela de Rousseau, cantor de la bondad innata de los niños y de los seres humanos en general.
 

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