Recoger lo que se siembra: la traición catalana
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Pedro Sáez Martínez de Ubago. Muchos parecen horrorizarse y escandalizarse últimamente por el problema suscitado por los separatistas catalanes. Sin embargo, hay que preguntarse si es éste el gran problema de nuestra actual España o es sólo un síntoma más de la grave enfermedad que aqueja a nuestra Patria desde hace décadas. Hoy a los principales representantes políticos se les llena la boca con expresiones como “democracia”, “legalidad”, “Estado de derecho” de un modo similar a como a los liberales ilustrados de la guillotina y las bayonetas napoleónicas se les llenaba con expresiones como “Igualdad”, “Libertad” y “Fraternidad”.
Y todo el que hoy discrepe del sentir mayoritario, de las modas de la sociología es tenido por “políticamente incorrecto” o, simplemente por “facha”. Aquí cabría preguntarse qué es lo facha o lo políticamente correcto. Incluso cabría preguntarse si, de verdad o sólo en la retórica y la ficción, vivimos en un verdadero Estado de Derecho.
Si nos remontamos cuatro décadas en nuestra historia, llegaremos al 15 de diciembre de 1977 en que, en un referéndum democrático, con una participación del 77 % del censo y un 94,17 % de votos a favor, aprobaba la Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política, última de las Leyes Fundamentales del Reino (las otra eran el Fuero del Trabajo (marzo de 1938), la Ley de creación de las Cortes (julio de 1942), el Fuero de los Españoles ( julio de 1945), la Ley de Referéndum (octubre de 1945) , la Ley de Sucesión del Estado ( julio de 1947), la Ley de Principios del Movimiento Nacional (mayo de 1958) y la Ley Orgánica del Estado (enero de 1967).
Con estas leyes, el Régimen del Generalísimo Franco, que, al igual que Inglaterra, carecía de una Constitución escrita, como lo es la hoy vigente es España, con el paso del tiempo y atendiendo a las exigencias de adaptación tanto internas como externas, suplía los principios exigibles a un Estado de Derecho. Principios que pueden resumirse en que todas las personas deben cumplir las leyes vigentes, incluidas todas las autoridades que existan en dicho Estado, por muy alto que sea su cargo. Nadie, absolutamente nadie, puede estar exento de cumplir las leyes. Si hay algún grupo de personas que están exentos de cumplir las leyes, entonces no puede hablarse de Estado de Derecho, sino de alguna forma de totalitarismo, en mayor o menor grado.
¿Puede, según esto, hablarse de Estado de derecho en un país como España, en donde existen casi 20.000 personas que gozan y abusan del aforamiento? Este jueves veíamos la duda de los organismos judiciales del Estado sobre si es o no posible investigar y, en su caso procesar, a los parlamentarios sediciosos que votaron a favor de la independencia de Cataluña, debido a su condición de aforados. La misma causa por lo que otros políticos han podido, aunque el robo sea menor delito que la sedición, enriquecerse tan ilícita como impunemente.
Para hacerse una idea de cómo se abusa del aforamiento en España, expondré que en Alemania, el Reino Unido y los Estados Unidos de Norteamérica no hay aforados, que en Italia lo está únicamente el Presidente de la República y en la vecina Francia el Presidente de la República y el Primer Ministro. Que cada quien extraiga sus conclusiones. Volviendo a la la Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política y siguiendo el curso de nuestra reciente historia, vemos que, consecuencia directa de esta ley es el referéndum para la ratificación del Proyecto de Constitución, que ratificó la Constitución española de 1978. Tal referéndum se celebró el miércoles 6 de diciembre de 1978, siendo la pregunta planteada “¿Aprueba el Proyecto de Constitución?”, a la que respondieron afirmativamente el 87,78 % de votantes, que representaba el 58,97 % del censo electoral.
Es decir, que esta Constitución que hoy se nos quiere vender como tan consensuada, intangible y casi sacrosanta, no contó con la aprobación de un 41,03% de los españoles, cantidad a mi entender nada desdeñable. Recuérdese que Felipe González obtuvo su mayoría absoluta de 1982 con el respaldo del 48,11% o Mariano Rajoy la suya de 2011 con el 44,63%, en ningún caso del total sino tan sólo de los votos válidos emitidos, 79,97% y 68,94% respectivamente. Y que es esta Constitución, que no apoyó más del 40% de los españoles con derecho a voto del momento, la que ha consagrado en su articulado toda una serie de polvos, muchas veces solapados en su deliberada ambigüedad nacida de la necesidad de un consenso.
En esta Constitución se establece, por ejemplo, o se sientan las bases desarrolladas ulteriormente en diversas leyes, para que sea el poder Legislativo el que nombra al Ejecutivo y, en buena medida determina los órganos directivos del poder Judicial (es decir, se incumple con la separación e independencia de poderes que caracterizaría a un estado democrático). De igual manera, en esta Constitución se sientan, igualmente, las bases para el estado autonómico. Forma de Estado que es causa de diferencias en cuestiones tan básicas como la educativa, la sanitaria, la laboral o la fiscal de desigualdades entre los españoles; además de dar marco jurídico a una excesiva administración que arruina al conjunto de los ciudadanos.
También, al amparo de los derechos y libertades de esta Constitución, se han introducido en España el divorcio, que ha causado la ruina de decenas de miles de familias, y del ahora derecho al aborto, que ha permitido el asesinato de millones de ciudadanos inocentes. Es en esta Constitución, nacida del Referéndum de 1978 y auspiciada por la Reforma de 1977, en donde radica la cesión de competencias como la cultura y educación a las distintas comunidades. Lo que quizá sea, como ahora estamos viendo en Cataluña, el mayor de los peligros. Mientras la mayoría da importancia a políticas como la económica, la urbanística, la laboral, por ser las que más dinero mueven, se descuida la política educativa y cultural.
Un arma que han sabido usar astutamente tanto los nacionalismos como la izquierda, para manipular y tergiversar la historia, la verdad, la cultura y, con ella, por medio de la enseñanza y otras actividades aparentemente lúdicas e inocentes, manipular la mente de las últimas generaciones de españoles, concretamente de los que, desde 1985 han cursado sus estudios bajo leyes como la LODE (1985), la LOGSE(1990), la LOE (2006) y la LOMCE (2013). Manipular la educación y la cultura para asaltar el poder no es algo nuevo, sino algo que en el primer tercio del pasado siglo vio y definió perfectamente el marxista italiano Antonio Gramsci, para quien:
“Toda relación de hegemonía es necesariamente una relación pedagógica y se verifica, no sólo en el interior de un país, entre las diferentes fuerzas que lo componen, sino en todo el campo internacional y mundial, entre gru-pos de civilización nacionales y continentales. Crear una nueva cultura no significa hacer sólo individualmente descubrimientos originales, sino también, y especialmente, difundir críti¬camente verdades ya descubiertas, socializarlas, por así decirlo, y por lo tanto convertirlas en base de acciones vitales, elementos de coordinación y de orden intelectual y social”.
Así, en sus Cuadernos de la cárcel, explica cómo el marxismo pacífico debe contar con cómplices que colaboren consciente o inconscientemente facilitándole la tarea de penetrar y dominar los pilares fundamentales de la instituciones occidentales -la familia, la Iglesia, las Fuerzas Armadas, los centros de enseñanza, los medios de comunicación, los tribunales, los sindicatos y colegios profesionales etc.- corroerlos desde dentro y minar con infiltrados las bases de sustentación de la sociedad occidental.
Dicho en román paladino, lo que Gramsci sostenía es que, mientras el revolucionario se haga cargo de la educación y la cultura, aunque para ello deba ceder momentáneamente otros ámbitos de poder, como el económico, las obras públicas o la sanidad, con el paso del tiempo, las nuevas generaciones formadas en la cultura y educación revolucionarias, serán las que, desde dentro de la misma sociedad liberal y occidental habrán subvertido, pacífica e imperceptiblemente y desde dentro, los valores y principios de la misma.
Y yo me he preguntado más de una vez si no sería a esta transformación pacífica y desde dentro a lo que se refería Alfonso Guerra cuando dijo que a España no la conocería ni la madre que la parió. Con alguna frecuencia suelo impartir clases de humanidades, historia, literatura… a alumnos de bachiller y puedo ver, tanto las mentiras que contienen algunos de sus libros –siempre es más sencillo manipular o reinterpretar un hecho histórico, una obra literaria o una traducción que el Teorema de Pitágoras o el Principio de Arquímedes, como la tergiversación que se hace de los hechos históricos.
Puedo ver cómo hoy la “lingua Navarrorum” el romance navarro que se habló hasta el siglo XVI y del que no faltan textos, documentación ni estudios, se confunde contumazmente con el vascuence; puedo ver cómo cambiar en 1931 un sistema de gobierno y un gobierno en unas elecciones municipales es un ejercicio de democracia y no un golpe de estado; puedo ver cómo, cuando en Cataluña ha habido principados, ducados, condados o señoríos, pero siempre sometidos a la Corona de Aragón, hoy se habla impunemente de unos reyes de Cataluña que nunca existieron: puedo ver como Rafael Casanova i Comes, jurista español, partidario del archiduque Carlos de Austria como rey de España durante la Guerra de Sucesión Española, es hoy el gran héroe de la independencia de Cataluña; o cómo los derechos de vascos y catalanes -siempre súbditos de Castilla y Aragón y nunca independientes- a su soberanía son tan legítimos como los de Irlanda o Escocia, reinos que si existieron y fueron conquistados por dinastías de una potencia extranjera.
Los españoles venimos años padeciendo persecuciones políticas y religiosas, asesinatos de bandas terroristas, la destrucción de la familia tradicional, la suplantación de la moral y verdad objetiva por las modas y sociologías del momento, el asesinato clínico de millones de nuestros compatriotas y parece que nos hemos insensibilizado ante ello.
Así hoy es más perseguido un aficionado taurino, alguien que lleva por la calle la camiseta de la selección nacional o un fumador… que quien quema nuestra Bandera, pita a nuestro Jefe del Estado, se burla de nuestro Himno, desprecia nuestro idioma o asesina a los miembros de nuestras fuerzas de seguridad. Y todo eso lo venimos padeciendo porque se nos ha inculcado que los valores de la Constitución consagran una serie de derechos que no lo son; que un Parlamento está legitimado para promulgar leyes injustas; que decir la Verdad es impolíticamente correcto si contradice al sentir mayoritario de un relativismo sociológico…
Y ahora nos llamamos a escándalo porque un Parlamento autonómico ha llevado un poco más allá de lo legal, veraz y conveniente los principios de soberanía popular y derecho de autodeterminación. No seré yo quien apoye a los independentistas ni a nadie que atente contra la unidad de España. Tampoco seré yo quien critique al Gobierno de la Nación el artículo 155 de nuestra Constitución, aunque me reserve el derecho a criticarlo por no haberlo hecho antes –pues entiendo que lo debía haber aplicado ya con el denominado “proceso participativo” del 9 de noviembre de 2014- y a estas alturas considero más apropiados los artículos 97 y 8.
El refranero dice que “quien siembra vientos recoge tempestades” y, refiréndose a que muchos de los males que padecemos son causa de errores o desórdenes cometidos en el pasado, dice otro refrán que “de aquellos polvos vienen estos lodos” y, sin apoyar los delitos que presuntamente puedan estar cometiendo Carles Puigdemont y sus socios, no creo que éste sea el único ni el mayor problema de España.
La Ley de Reforma política con su pretensión farisaica de ceñirse a la letra sin respetar el espíritu, con la idea de Fernández-Miranda de avanzar hacia la democracia de "de la ley a la ley a través de la ley" no fue sino una traición. Y los vientos de la Reforma y la Constitución sembraron y levantaron nubes de polvo de las que, en la actual traición del separatismo Catalán sólo es otra tormenta de lodo que recogemos de aquellos polvos.