REFERENTES: los que nos “dirigen, encaminan u ordenan”
Manuel Parra Celaya.
Al contrario de lo que pretenden inculcarnos las tesis individualistas, en su doble faceta neoliberal y posmoderna, el ser humano es social por naturaleza, abierto a la relación constante con todo el resto de su especie y, no se olvide, dotado de historicidad (a diferencia de los irracionales), es decir, vinculado por nexos transgeneracionales.
Por supuesto, ocupan un primerísimo lugar las vinculaciones nacidas de la familia, del amor y de la amistad, a las que se traiciona si caemos en su mitificación y no les concedemos los márgenes de error y variabilidad propios de nuestra frágil condición.
Pero también nuestra vida precisa de otros referentes, que pueden o no coincidir con aquellas relaciones que podríamos llamar primarias. Estos referentes -acogiéndonos a la acepción segunda que da la RAE al verbo referir- son los que nos “dirigen, encaminan u ordenan” una existencia en función de los valores y cualidades que representan. De hecho, toda persona suele contar con algún tipo de referente, sea de modo consciente o inconsciente; eso de hacerse a sí mismo no deja de ser una frase peliculera o novelesca.
En orden a los fines trascendentes del hombre, es indudable que, para los cristianos, el máximo referente es la figura de Jesucristo, que, como Hijo de Dios y Redentor, no solo nos abre las puertas de esa Trascendencia, sino que guía y orienta nuestra conducta mientras permanecemos entre las cosas inmanentes. Me imagino que los creyentes de otras religiones también cuentan con sus referentes fijos y supremos, que dan sentido a sus vidas en tanto permanezcan en su fe respectiva.
Los referentes estrictamente humanos también son necesarios en cada dimensión o faceta de la existencia. Podemos encontrarlos a nuestro alrededor, en la historia y en el mundo del pensamiento, en la literatura o en el arte; y aquí también se debe evitar el riesgo de la mitificación, que nos los puede convertir en puro mármol y en estatua inexpresiva, cosa que nunca fueron mientras duró su etapa terrenal. Estos referentes son los que Thomas Carlyle llamaba “héroes”; llegó a decir este autor, quizás exageradamente, que “la historia del mundo no es sino la biografía de los Grandes Hombres”; el héroe carlyliano es aquel personaje que puso todo su empeño en luchar contra la mentira y la hipocresía en defensa de la Verdad.
De niños solíamos tomar como referentes -o héroes, nunca mejor dicho- a personajes de ficción, cuyas aventuras deleitaban nuestros momentos de ocio en la lectura o en el cine, siempre en el mundo de la imaginación; estos referentes infantiles tenían la ventaja de carecer de sombras en sus conductas y actividades, eran previsibles, pero el inconveniente -si puede llamársele así- era que dejaban de ser una referencia cuando nuestra progresiva maduración los iba relegando a los fondos de nuestras bibliotecas y a un ameno recuerdo, cuando ya comprendíamos la irrealidad de sus hazañas. Desvelo ante el lector que mis referentes infantiles acaso fueran, por este orden, Búfalo Bill, el Capitán Trueno y, cómo no, Guillermo Brown.
No sé qué héroes de ficción tendrán los niños de hoy, pero sospecho que los que tengan carecerán de esa pátina inmaculada que nos servía antaño de patrones de ejemplaridad, todo lo ingenua que se quiera, pero necesaria para el desarrollo personal, a condición de que, después, fueran pasados por el tamiz de un realismo juvenil y, más tarde, plenamente adulto.
Los referentes históricos reales ya son otra cosa; podemos saber de ellos -salvo casos de incurable fanatismo- sus errores y aciertos, sus defectos y virtudes, en una palabra, su calidad humana y el posible legado que transmitieron a otras generaciones. En este caso, prevalecen el realismo total y el conocimiento nacido de la investigación erudita y el raciocinio personal, que hace que los mantengamos o no en el pedestal que ocupaban; si, además, dejaron huella en el campo del pensamiento humano, nuestra tarea adulta no es el de repetirlos, sino partir de ellos para elaborar nuestras propias reflexiones. Tampoco me importa confesar al lector que un referente esencial para mí es José Antonio Primo de Rivera, y coincido con el gran periodista que es Enrique de Aguinaga en que su figura alcanza el valor de arquetipo.
No olvidemos los referentes vivos que podamos tener, y he de decir que, en mi caso, me enorgullezco de conocer y admirar a varios, aunque en menguada cantidad por razones biológicas: cuento con la amistad de magníficos octogenarios y nonagenarios, cuyos nombres no cito por si alguno se aviene a leer estas líneas; estos referentes vivos me han maravillado y me siguen maravillando por la agudeza de sus pensamientos y, sobre todo, por su trabajo y constancia hoy en día; su inasequibilidad al desaliento es un referente claro y a veces les repito que, de mayor, quiero ser como ellos.
Mucho me temo que una gran parte de la sociedad actual carece de referentes; acaso los que tienen son fugaces, momentáneos y circunstanciales, y duran lo que un azucarillo en agua (o una legislatura política). Y, sin embargo, además de los posibles referentes históricos, están esas personas vivitas y coleando, ejemplos de idealismo y de entrega al servicio de los demás; muchos de ellos, jóvenes que desprecian comodidades y señuelos que les pone por delante el hedonismo preponderante; y otros referentes pueden ser esos magníficos ancianos que he citado, que no han limitado sus jubilaciones a sestear al sol del mediodía o a contemplar obras callejeras,
Me confieso afortunado al ser consciente de que dispongo de buenos referentes y arquetipos, y solo espero que mis hijos y mis nietos también dispongan de ellos, aunque no sé si figuraré, humildemente, en sus marcos de referencia para el día de mañana.