RETORCER EL DERECHO, ¿DESTRUIR LA NACIÓN?
Manuel Parra Celaya.
Casi todos los españoles pensantes están al tanto de la nueva jugada de tahúr de Pedro Sánchez, una más en su dilatada trayectoria como tal: hacer caer por el escotillón los delitos de sedición y malversación, y convertirlos en infracciones de carácter más leve y confuso, eso sí, aderezados con el correspondiente lenguaje políticamente correcto. No sabemos si la oposición estaría comprendida en la categoría definida en las primeras palabras de este artículo…
No se le escapa a casi nadie que la intención de la medida es, a corto plazo, asegurarse los votos para aprobar los PGE, lograr, a medio plazo, los apoyos parlamentarios que aseguren la continuidad del Gobierno antes de las próximas elecciones y, de paso, salvar la piel y el prestigio de los condenados por uso indebido de caudales públicos; a largo plazo, los objetivos pueden ser de más calado y de gravísimas consecuencias.
Ya no se trata de un simple guiño (como las mesas de negociación) o de una dádiva más a los secesionistas (como todos los gobiernos anteriores, de cualquier color), sino de un total entreguismo a quienes nunca se han recatado de la amenaza de “volverlo a hacer”. Ahora, el Estado quedaría casi inerme ante nuevas intentonas golpistas para desmembrar España. Mucho se ha escrito ya sobre el tema, y no han faltado soterradas acusaciones de presunta alta traición por el alcance de esta proposición de ley; suele ocurrir, sin embargo, que estos gestos suelen quedar en amagos y la sangre nunca llega al río.
Conviene ir al fondo de la cuestión y analizarla desde varias perspectivas: morales, políticas y jurídicas. Desde este último enfoque, sabemos que el Derecho recibe sus datos de la Política, y, por consiguiente, nunca se está seguro de que se corresponda con la justicia; preguntarse si una norma jurídica es o no es justa es entrar en un laberinto de teorías, que nos llevarían muy lejos y significarían acudir a justificaciones del Derecho de tipo sociológico, metajurídico y, aun, filosófico; el Derecho, por sí mismo, carece de instrumentos para juzgar el contenido ético de sus normas; el Poder Legislativo impulsa las leyes positivas, que deben ser votadas mediante el juego de mayorías y minorías; en el caso que nos ocupa, existe esa extraña mayoría parlamentaria de sanchistas (me cuesta decir socialistas), comunistas recauchutados en podemitas y eficaces aliados separatistas, todos ellos suficientes para sacar adelante el proyecto.
Si enfocamos el problema desde el punto de vista moral, observaremos sin grandes esfuerzos su iniquidad; es inmoral, a todas luces, favorecer a un delincuente, ya no presunto sino declarado culpable, sin arrepentimiento alguno, por intereses personales o claramente maquiavélicos, en clara contradicción son sentencias firmes. Una veleidad de este tipo seguro que suscitaría la reprobación unánime (e incluso medidas más rigurosas) en otras naciones de nuestro entorno europeo donde se dan, no solo sociedades críticas y responsables, sino mecanismos legales suficientes para poner coto a las frivolidades o maniobras falaces de un Ejecutivo de conducta dudosa. Podemos aplicar aquello de que en Derecho, toda construcción confusa lleva en el fondo agazapada una injusticia, como es este caso.
Y, sobre todo desde el punto de vista político, se advierte en este caso una alarmante peligrosidad que no puede pasar desapercibida para el resto de instituciones del Estado; en efecto, se borran casi de un plumazo aquellas normas legales que podrían hacer desistir a quienes tienen la clara intención de subvertirlo, no solo en el orden constitucional, sino en la propia existencia de la Nación; se ofrece un puente de plata a quienes ejecutaron pública y abiertamente un delito, ya económico, ya político. La desjucialización de la política, tan exigida siempre por los separatistas, es ahora deslegitimación del propio Poder Judicial del Estado. Creo que Sánchez ha dicho que queda el 155, pero ya sabemos del resultado pírrico de su aplicación.
¿Tendrá en el futuro algún valor un Código Penal? Ya sabemos que, para los secesionistas, nunca han tenido validez ni importancia las decisiones de los tribunales, que se han ido incumpliendo constantemente con la anuencia de los diferentes gobiernos democráticos de España. ¿Tendrá, acaso, en un futuro previsible algún valor la propia Constitución? ¿No acabará siendo un papel mojado en la mente del Presidente del Gobierno y de sus corifeos parlamentarios, si no lo es ya en este momento?
No se trata de caer en catastrofismos ni en interpretaciones apocalípticas, sino de poner en evidencia que la hoja de ruta de este Gobierno abre la posibilidad de que se rompa la integridad de España, además de ofrecer una tabla de salvación a quienes han defraudado a los españoles en sus bolsillos.
Nos acordamos de aquel viejo chiste del genial Eugenio, que terminaba preguntando “¿No hay alguien más?”. Si la respuesta es inexistente o negativa, vamos irremediablemente hacia el despeñadero.
Lamento haber dedicado esta fecha -20 de noviembre- a este lamentable asunto, pero, en consonancia con las efemérides históricas, es inevitable que todos los -repito- españoles pensantes tengamos agudizado en estos días el dolor de España de Unamuno y de José Antonio.