Sobre el boicot a los productos catalanes
Manuel Parra Celaya. El tema no es nuevo, y suele repetirse por estas fechas prenavideñas, del mismo modo que los papanoeles en la puerta de los grandes almacenes, las luces callejeras y los anuncios de la Lotería Nacional. Me refiero a las propuestas y contrapropuestas de boicot a determinados productos, según las inclinaciones políticas de sus supuestos propietarios y de los usuarios de blogs, cuentas de twitter y demás medios telemáticos.
Este año, resulta que el fabricante de una conocida marca de cava catalán se ha declarado opuesto a la hoja de ruta del Sr. Mas y sus adláteres, lo que ha suscitado la ira de los separatistas que amenazan con hacerle boicot; al parecer, otro fabricante de una no menos conocida marca le baila el agua al secesionismo, con lo que esta vez han propuesto el boicot quienes defienden la unidad. Al parecer, la fractura social se extenderá a las burbujas navideñas.
No solo se trata de cava, sino que –hasta donde alcanza mi memoria de la transición- una infinidad de productos han sido objeto de propuestas de boicot a lo largo de las navidades, tales como patés, cervezas, sobres de sopa, marcas de café y hasta cadenas de supermercados, lo que hace muy difícil aceptar el envite, dada la rapidez en los cambios de titularidad de las empresas en este mundo globalizado. Han sido infinidad las informaciones –“confidenciales” y, a menudo, contradictorias- sobre las simpatías o militancias políticas de los empresarios que le llegan a uno.
Todo ello sin olvidarnos del energúmeno que generaliza y que, supuestamente en nombre de la unidad de España, propone boicotear todos los productos catalanes o vascos, sin caer en la cuenta, por una parte, que está negando el pan y la sal a regiones tan españolas como cualquier otra, digan lo que digan los nacionalistas identitarios, y, para más inri, ha entrado en la confusa nómina de los separadores, tan útiles a los separatistas porque les sirven de retroalimentación instantánea.
A un servidor, que se considera español a machamartillo a fuer de catalán –como saben todos los lectores que se asoman a sus líneas semanales- le parece esto de los boicots una actitud pueril, además de un completo dislate. ¿Van a dejar de consumir los fervientes adalides del Sr. Mas el jamón de Guijuelo, las empanadas gallegas o el vino de Rioja porque provengan de más allá del Ebro? ¿Le van a hacer ascos a un buen tinto del Penedés o a una sabrosa longaniza de Vic los presuntos españolistas solo porque en los lugares de sus denominaciones de origen crezca la funesta simiente del separatismo? ¿Se negaría un ferviente votante del PP a consumir productos cuyo fabricante simpatiza con el Sr. Sánchez? ¿Va dejar de comprar un coche un apasionado seguidor de “Podemos” porque la multinacional que lo fabrica es asquerosamente capitalista? Todo ello sin contar con que se puede errar el tiro por una información interesada de la competencia o por una estúpida generalización: ¿cuántos trabajadores de esa empresa boicoteada son “de los nuestros” o “de los otros”?
Extender las fobias y filias de la política al terreno del arte o de la literatura, o, en el caso que nos ocupa, al ámbito del consumo navideño, solo tiene un nombre, tras el cual se esconde una de las causas principales de que, por lo menos hace dos siglos, exista el problema de España, y este nombre es el de fanatismo.
La clave para mi rechazo a los boicots me la proporcionó, hace un par de años, una postal navideña del gran poeta sevillano Aquilino Duque; junto a unos impagables versos suyos, me ofrecía la siguiente leyenda a pluma: “Brindo con cava catalán por la unidad de España”.
Así sea.