Sobre Fernando Sánchez Dragó: “¡Qué sorpresa tendrá cuando vea que Dios existe!”
Manuel Parra Celaya. En medio de la alegría de la Pascua nos ha llegado la noticia del fallecimiento de Fernando Sánchez Dragó. Acaso pueda aplicársele a él lo mismo que alguien dijo en la muerte de Pío Baroja: “¡Qué sorpresa tendrá cuando vea que Dios existe!”; y añadimos nosotros el ruego de que ese Dios que ha resucitado a su Hijo le haya perdonado sus dudas y titubeos, sus veleidades de creyente, sus excentricidades, y lo acepte en su seno.
La última noticia, en lo público, que tuvimos de él fue su papel de inductor de la presencia de Ramón Tamames ante un Parlamento que, en la inmensa mayoría de sus componentes, era incapaz de entenderle y mucho menos de aceptar su crítica firme y respetuosa; la última noticia, en lo privado, fue la de un simpático vídeo -pocas horas antes de su muerte- con gato Nano encaramado sobre su cabeza, pues el animalito sabía que “en la cabeza está el secreto de casi todo”; y la cabeza es lo que más falta en esta España que vuelve a usarla, como decía el poeta, más para embestir que para pensar.
Los que se han hecho eco del fallecimiento de Sánchez Dragó han destacado su valía como escritor, como profesor, como hombre de cultura. Personaje polémico, nunca fue, ni en el Régimen anterior ni en al actual, especialmente apreciado; su mejor calificativo en lo político es, quizás, el de políticamente incorrecto, y en ese punto coincide con un servidor; quizás no en otros muchos, por supuesto, pero eso no viene ahora al caso. Sin embargo, hay un faceta que todos se han cuidado de silenciar, como obedeciendo (o sin el como) a una consigna tácita y expresa: su admiración por José Antonio Primo de Rivera.
Conocí, y saludé, a Fernando Sánchez Dragó en la celebración del centenario del nacimiento de José Antonio que organizó Plataforma 2003; ante quienes atiborrábamos el Palacio de Congresos de Madrid, dictó una conferencia en la que emparejó a su padre con el Fundador de la Falange, pues ambos habían sido víctimas inocentes -cada uno en un bando distinto- de aquella guerra civil. Algunos -pocos- no acogieron bien sus palabras, pero la inmensa mayoría aplaudimos su intervención, pues estábamos convencidos de que José Antonio era un patrimonio común de todos los españoles. Personalmente, le estreché la mano y le di las gracias por su intervención, pues las posibles discrepancias quedaban superadas por su presencia y sus palabras en el acto.
Ya en 1991, Sánchez Dragó había calificado a José Antonio de ser “el español más interesante (y más desaprovechado) de esta terrible centuria”; y precisaba: “Que no me duelen prendas a la hora de comprometerme con la verdad (y la verdad es, en este caso, lo que la cabeza y el corazón me dicen): el españolito con más gancho -con más misterio, con más duende, con más ángel (…) se llamaba, y se llama José Antonio Primo de Rivera. Urge salvar del olvido a este personaje, a este último heredero de Hércules y de Ruy Díaz de Vivar, a este sumo sacerdote -el último seguramente- de la religión del iberismo. Quizás su ejemplo puede darnos una pauta y una llave para abrir la oscura puerta del futuro” (Recogido en “Sobre José Antonio”, de Enrique de Aguinaga y de Emilio González Navarro. Ed. Barbarroja. 1997).
También Sánchez Dragó , en su novela autobiográfica “La del alba sería”, había dejado constancia de su relación con el Padre Llanos, cuando nuestro autor aún ejercía de comunista y no se había despendido de la camiseta con la imagen del Che; decía del que había sido capellán del Frente de Juventudes que “llevaba aún prendida en el corazón, en el talante y en la mirada la evidencia y el fulgor utópico de un falangismo que era, entre otras cosas y sobre todo, puro regeneracionismo. Un cuarto de siglo después, (…) tú militabas (más o menos platónicamente) en Comisiones Obreras, sin dejar de ser jesuita, y yo llevaba prendido en el entrecejo el fulgor y el furor utópico de un regeneracionismo que en muchas cosas, ¿por qué no?, coincide con el mensaje para sordos del falangismo joseantoniano que incansablemente nos propone mi buen amigo Diego Márquez”; en la misma obra, glosaba el Cara al Sol, “cuya belleza reconocen hasta los acérrimos enemigos ideológicos”.
En su espacio de televisión Negro sobre blanco”, dedicó dos programas a la figura de José Antonio, y, en un tuit del 20 de noviembre del año pasado, decía de él: “Un héroe víctima de las dos Españas. Le rindo honores. No es política, sino oración, respeto y reparación. Mala sangre tienen quienes profanan sepulturas, sean de quienes fueran. Volverá a estar cara al sol. Llora hoy el otoño antes de que la primavera ría”. También ganó Sánchez Dragó el premio que concedía la Fundación División Azul por un artículo donde afirmaba que “la División Azul fue la última ocasión en la que España entró en Europa con dignidad”. ¿Comprenden ahora el silencio?
Ha sido un enamorado de España, y disgustado como quien recibe los desaires de su amada. Fernando Sánchez Dragó no cejó nunca de esta suerte de patriotismo crítico, tan unamuniano y joseantoniano. Osciló entre diversas posturas políticas hasta sus últimos días, pero nunca dejó de ser sincero, y, por ello, escasamente aceptado por quienes solo celebraban de él su faceta, entre bohemia e irreverente, siempre que no afectara al poder establecido.